Lazos afectivos

Texto realizado con motivo de la exposición Entramats, de Pilar Beltrán Lahoz, en Sala San Miguel. Fundación Caja Castellón.

Las instrucciones de un juego indican las reglas con un sentido siempre doble: poner unos límites que no se puedan sobrepasar, y que éstos activen todo un universo de posibilidades. En este aparente sinfín de opciones y encuentros, tejemos lazos de una red inmaterial pero perfectamente consistente. El juego es la excusa, el motor, que posibilita otros alcances y que determinan nuestras relaciones de afectos, cada vez más instrumentalizados por las tácticas del poder, que se apropia de sus capacidades para mostrarse cercano y más humanizado. De ahí que el arte también deba ser capaz de desvelar estas acciones interesadas, que indican una dirección y toman otra bien distinta. Sigue siendo el juego, aquello que nos hace entender simbólicamente la realidad bien para transformarla o bien para aceptarla tal como es, el asunto principal que ramifica las relaciones y asienta los afectos.

Algunas de las cuestiones que plantea Pilar Beltrán (Castelló, 1969) se vinculan entre sí empáticamente; entretejidas con pequeños nudos y algunos pocos lazos que rematan en ocasiones una porción de entramado. La metáfora del tejido es suculenta, desde luego. En este caso, además, es pertinente, porque recorre todas las obras presentadas conjuntamente en Entramats, pero viene de lejos en el trabajo de la autora y se proyecta aún más allá, en otras propuestas que están en un punto inicial o intermedio y que anuncian un modo de hacer, algo así como una caligrafía. Casi cualquier obra que analicemos que haya realizado la artista a lo largo de su trayectoria, viene sugerida o directamente planteada en términos de vinculación afectiva. Incluso en los casos donde se empleaban espacios de tránsito o no lugares, como aeropuertos o estaciones, éstos son tomados como medio que posibilita las relaciones de afectos entre las personas, lo que acerca o distancia, aquello que media en definitiva, entre espacios alejados y culturas diversas y que tiene en el centro de todo la vida y a las personas.

La Sala San Miguel, de la Fundación Caja Castellón, es una antigua iglesia acondicionada como sala de exposiciones compuesta de una nave central con seis pequeños altares adosados a ésta (tres por cada lado), reconvertidos en salas abiertas. Esta estructura permite una doble mirada a la muestra: la visión general, donde las piezas instaladas en la nave actúan como espina dorsal de la exposición, permitiendo la permeabilidad con las presentes en los espacios laterales; y visiones de detalle donde cada uno de los antiguos altares permite un relato independiente, un capítulo autónomo, incluso un recorrido de derecha a izquierda que va apoyándose en la complejidad de la adición para acercarse a temas complejos que necesitan de una lectura atenta para ser entendidos en su magnitud.

Un muro perpendicular a la entrada de la nave enfrenta la mirada de quien observa con una retícula formada por hilos, con apariencia de cuadrícula, que por algunas partes se ha roto; una cierta inquietud aflora al comprobar estas pequeñas fracturas en el devenir normalizado de la estructura: frágil, pero al mismo tiempo, consistente en su patrón. Como un aviso, la parte exterior de esta pared nos indica que sobre aquello que esperamos inmutable, surgen fracturas, interrupciones, saltan por el aire las agendas y los plazos y la realidad toma las riendas. Una realidad que no puede ser sino social, política, actuando en el espacio público y, como tal, afectando a todo lo que en él confluye. La parte trasera de este muro contiene una pieza a la que volveremos más adelante, pues funciona más como un telón que recoge el final que como uno que anuncie el principio.

El lateral derecho del espacio se centra en mostrar una historia de proximidad a través de las mujeres que trabajaron en la fábrica textil de Lucena del Cid (Llucena), consolidada como tal en 1923 de la mano de Ezequiel Dávalos y Severino Ramos. A finales de los años veinte, es adquirida por el industrial catalán Olegario Godó, siendo propiedad de sus familiares hasta su cierre en la década de los años ochenta. Lo que resulta importante en este contexto es saber que en 1938 estaba activa y –tal vez desde 1936– colectivizada, acogiendo a 86 trabajadores, la mayoría mujeres. Algunas de sus últimas trabajadoras se han convertido en testigos para rehacer parte de la historia de la fábrica, conformada como un puzzle todavía incompleto, a través de las obras de esta exposición. El equilibrio entre espacio (cercanía) y tiempo (distancia) sirve de reflejo simétrico en el lateral de enfrente: en ese otro lado, el izquierdo, las migraciones de la parte más oriental del Mediterráneo golpean nuestro presente, en el mismo mar donde surcamos las olas con nuestras embarcaciones de recreo, mientras tostamos –pero no demasiado– nuestros cuerpos bien alimentados. El equilibrio entre cercanía geográfica y distancia temporal, en el primer caso, frente a la cercanía temporal pero distancia física en el segundo, reproduce las dinámicas de la propia vida y ofrece una micro visión de la historia. Y, asimismo, un equilibrio de fuerzas que, en la práctica, se torna injustamente desequilibrado.

La parte primera comienza con La fàbrica de les dones, una serie de veintidós fotografías de las manos envejecidas de mujeres encima de una tela plegada que reposa, a su vez, en sus propios regazos. Las composiciones no intentan crear un patrón o una catalogación archivística, sino compilar los elementos necesarios sin mostrar, eso sí, sus rostros. Debajo de éstas, enmarcadas de idéntica manera, pero con un formato más panorámico, se presentan sus nombres, la profesión que aprendieron y desarrollaron en la fábrica y testimonios que describen algunas particularidades del trabajo desempeñado, o bien sus experiencias y dificultades en tanto que mujeres trabajadoras en un momento en que no estaba tan extendido el empleo femenino. En la siguiente sala, plegadas y agrupadas por colores, se muestran las mismas telas que aparecen en las imágenes y que fueron confeccionadas por ellas u otras compañeras, destinadas sobre todo a servir de forro de colchones y, esporádicamente, reconvertidas en cubrecamas. La vida y el trabajo convergen en estos testimonios, y en algunas imágenes se observa la deformación característica de los dedos índice debido a los movimientos repetidos de algunas acciones y por el instrumental empleado. Es aquí donde el trabajo de P. Beltrán entronca directamente con lo femenino, pues no hay otro protagonismo posible que las mujeres y el gran universo de trabajos y cuidados que representan, una vindicación que debe ocupar el lugar protagonista que históricamente ha estado relegado a un plano subalterno. Ellas son las que fabricaron unos productos que, al tiempo, iban destinados a ocupar principalmente el espacio del trabajo doméstico, realizado también por mujeres; la mayoría de las cuales, seguro, debían trabajar por partida doble en sus casas al acabar su jornada laboral.

El tercer habitáculo de este lateral derecho expone un conjunto de fotografías tomadas de recibos y albaranes fechados en 1938, en plena guerra civil, cuando su gestión estaba colectivizada. La serie lleva por título Comité local de refugiadosy plantea una conexión directa con las instalaciones enfrentadas, donde los refugiados siempre son la otredad que viene de lejos, nunca la posibilidad de que nosotros mismos seamos o podamos ser los bárbaros. Sin embargo, en este guiño espaciotemporal que promueve Entramats, las palabras “comité”, “local” y “refugiados” son una explicación explícita del contenido de la serie, al tiempo que actúan como aviso a la historia de un país que ha reflexionado poco o nada sobre su pasado reciente. En estos documentos se detallan acciones realizadas más allá de las transacciones clásicas de compraventa, si bien no son más que ese registro. Al ser fotografiados, creándose por lo tanto un nuevo registro, éste incide sobre nuestro presente como una acción doble: mostrar una prueba documental y erigirse, las propias fotografías, en artículo estético.

En la nave central se ubica la pieza de grandes proporciones Container, de 2003. Este contenedor, realizado con 54 pantallas de serigrafía (nueve por cada una de las seis partes), demuestra con claridad que el trabajo artístico de P. Beltrán desde hace casi dos décadas ha tratado temas como el viaje, el transporte, la afinidad y distanciamiento simultáneo a lo propio y lo distinto, realizándolo además en este caso con una vuelta de tuerca conceptual. Las pantallas serigráficas, con su color verdeazulado característico, muestran sutilmente la superficie característica de los contenedores portuarios, el metal formando patrones verticales de hendiduras y salientes. Las pantallas se muestran como material cubriente, siendo como son el medio (y la matriz) para otra imagen posterior que debiera ser impresa. Pareciera que el tránsito de este objeto ha quedado fijado en un punto geográfico, pero también dentro de un proceso destinado a mostrar su evolución como un ejemplo de transferencia de materiales, experiencias y vidas.

En un espacio contiguo al antiguo altar, lo que era la sacristía, una video instalación de la misma época muestra contenidos muy acordes con el material más actual, los trabajos vinculados con la migración, los refugiados y la incompetencia de los países europeos para lidiar con ello. En esta pieza un proyector lanza imágenes de unas olas de mar formándose y rompiendo cerca de la orilla, junto el efecto de nieve o ruido de fondo característico de las pantallas televisivas. Esta imagen solapada se proyecta a su vez sobre dos pantallas de serigrafía unidas entre sí por sus marcos. La situada detrás contiene la imagen de una patera que sólo se hace visible cuando el proyector ilumina el rectángulo que forman ambas pantallas, delimitado por los marcos de madera. La proyección sobre el muro potencia la embarcación mientras se intuyen las olas y su sonido, rompiendo en la orilla: una escena que se descubre en la proyección sobre la primera pantalla. El aspecto general de la instalación es una suerte de efecto óptico muy propio del análisis ontológico de la imagen proyectada: su aspecto fantasmagórico y su función instructiva, perfectamente ensamblados. Al igual que con la anterior obra, ésta resuelve de manera sutil pero contundente, con una presencia austera pero inflexible, un tema de alto contenido social y político. En este caso, mostrando las primeras pateras que arribaron a las Islas Canarias.

Estas dos obras nos dan pie para continuar el recorrido por el otro flanco de la Sala San Miguel, conformada por cuatro piezas más, tres de las cuales comparten título y, claramente, ofrecen una mirada crítica al tema de la migración en el mar Mediterráneo y, en concreto, en la crisis de Idomeni. Grey Zone I, se compone de treinta fotografías de prensa publicadas a lo largo del año 2016 mostrando escenas del campo de refugiados de la población griega de Idomeni, en la frontera con Macedonia, que llegó a albergar más de 13.000 personas. Estas imágenes de pequeño formato, colocadas en línea ocupando las tres paredes interiores del antiguo altar, están enmarcadas con marcos negros y contienen una película traslúcida entre el cristal y la imagen trasera. En esta capa traslúcida se han recortado ventanas de diferentes tamaños, dependiendo de la composición de las fotografías, que dejan ver con claridad algunas partes de ellas, mientras el resto de la superficie se mantiene reservada. Es un trabajo netamente fotográfico, que se puede vincular de manera directa con algunas premisas de la escritora Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás y que lanza una serie de cuestiones sobre la validez de las imágenes de crisis humanitarias, y sobre si éstas despiertan las conciencias o ayudan a anestesiarlas. El hecho de situarlas en un ámbito artístico, sacándolas de la inmediatez para otorgarles un ritmo de lectura más sosegado y de mayor profundidad, amplía su pervivencia y nos hace partícipes de la vacuidad de ciertos mensajes periodísticos que sólo atienden la más absoluta actualidad. Similar en la ejecución se presenta Grey Zone II, dos fotografías sin enmarcar que muestran una misma imagen invertida en espejo y presentadas de nuevo bajo una capa traslúcida. Ambas están expuestas detrás de dos porta-placas fotográficos de vidrio y metal que impiden ver con claridad los detalles de las imágenes, pero que muestran lo suficiente como para advertir que reincide temáticamente en la crisis migratoria, en este caso en el campamento de Vial, en la isla de Chios. En ella se muestra, separados por una valla metálica, en una parte los refugiados acogidos en el campo y, al otro lado, los que no caben, que ocupan tiendas de campaña casi idénticas a las del interior. Esta pieza, situada en el espacio entre ambas capillas, dialoga con una serie de mantas grises dobladas y dispuestas en un estante, de manera muy similar a como se mostraban las telas realizadas en la fábrica de Lucena del Cid.

Por su parte, Grey Zone III ocupa el altar central de la parte izquierda y, a simple vista, adquiere el aspecto de cueva, un agujero oscuro del que penden unas chaquetas realizadas a partir de las mantas de abrigo destinadas a los migrantes en acciones humanitarias. Las paredes se han recubierto de entretela gris, de un gris casi idéntico al de las mantas de las ONG destinadas a intervenciones de carácter humanitario y que ahora, debido a la acción de la asociación activista Naomi en Salónica, y a la iniciativa de Dorothee Vakalis y Elke Wollschlaeger, han devenido chaquetas y abrigos que se venden y que sirven para financiar otro tipo de acciones. Estas prendas llegan a la Comunitat Valenciana de la mano de Balloona Matata y de la activista María Escalona para adquirir fondos que posibiliten otras acciones. Resulta determinante advertir como estas pequeñas asociaciones reutilizan material que las grandes intervenciones de las ONG con mayor presencia en las zonas de conflicto no tienen capacidad de gestionar o no les interesa hacer. Cada acción detrás del reparto del pack de ayuda al refugiado no tiene en cuenta la posibilidad de reutilizar alguno de sus componentes, en este caso las mantas. La ayuda que sirve para un propósito, deja en ocasiones de lado otras luchas, como en este caso el activismo medioambiental.

Entramats también pone en evidencia la diferencia de cargo de responsabilidad existente de manera palpable todavía entre mujeres y hombres. Mientras que en la mayoría de ONG el voluntariado de base está formado por mujeres (de nuevo la importancia de los cuidados como un rol que tradicionalmente se ha vinculado al género femenino) contrasta con la presencia de hombres en los puestos de trabajo remunerados y en los cargos de decisión. Esta situación queda plasmada de manera aún incipiente, como parte de un proyecto en proceso, en la pieza Networking / Marías, que vincula el trabajo de María Escalona con Mary, bibliotecaria en Winchester, Inglaterra, traveller durante los años setenta y colaboradora del proyecto Teddies for tragedies (Ositos para tragedias). El espacio donde se ubica esta instalación incluye un fardo conteniendo ositos de lana realizados por Mary que acaban enviándose a innumerables lugares (durante 2002-2003 a Kabul, pero otros viajan actualmente a Grecia y a otras poblaciones) donde la presencia de infancia coincide con la escasez de casi cualquier cosa; dos retratos de ellas y una fotocopia de ese mismo proyecto indicando su funcionamiento. La ubicación de ambas mujeres en el mismo espacio tiene una interesante vinculación más allá de ellas mismas. Sin conocerse entre sí, con lo que la artista actúa de mediadora entre ambas, durante el verano de 2018 un proyecto unió la acción de María repartiendo los ositos en Grecia que ha ido confeccionando Mary en Inglaterra.

Como colofón de la exposición encontramos la intervención que se anunciaba dejar para el final. En la parte trasera del muro que se describía al comienzo, cruza una cuerda de lado a lado. Pendiendo de ella, encontramos una manta gris debajo de una tela rojiza con bordados blancos. Ocupan la parte central del muro y la manta, más ancha, sobresale por ambos lados de la tela bordada. Este telón cierra de manera precisa ambas ramas del proyecto donde la proximidad y la distancia aquí quedan absorbidas por la presencia de las dos piezas textiles. La tela de color muestra los remiendos que fue sufriendo durante su vida extensa, símbolo de una época donde los objetos y los bienes no se sustituían inmediatamente por otros nuevos, como sí ocurre en la actualidad, sino que se hacían durar como una manera también afectada por las posesiones sencillas y personales; aquello que costaba hacer valía la pena hacerlo durar. El contraste con la manta, sabiendo como sabemos que no se suelen reutilizar una vez pasado el primer momento de ayuda, salvo por aquellos que deciden quedársela, indica la distancia y a la vez la similitud de ambos mundos.

Es sobre esta serie de relaciones cruzadas, de redes que se vinculan a través de la voluntad desinteresada de las personas, de los ideales que aún perviven siquiera ocultos tras capas y capas de tiempo y olvido, de la presencia indispensable de las mujeres en el equilibrio del mundo, de los roles perversos que perviven y se sustentan en el poder fáctico y la fuerza física, de la importancia del arte para detenerse a pensar sobre asuntos de ámbito social y político desde un punto de vista estético… sobre lo que Pilar Beltrán lleva reflexionando durante más de dos décadas. Un trabajo callado y discreto, al tiempo que intenso y firme, importante en el sentido literal de la palabra, porque pone sobre la mesa los temas que la revolución feminista (la única todavía posible) está reivindicando.