La travesía interior

Texto incluido en la publicación Sistema Humboldt. Pensar / Pintar, editada con motivo de la exposición de Nuria Rodríguez organizada por Centre Cultural La Nau. Hasta el 10 de mayo de 2020.

I
Los símiles entre la trayectoria vital de una persona y la geografía y los viajes son numerosos. También son abundantes cuando se trata de equipararlos con resultados culturales: una novela río, el concepto de meseta como metáfora del techo en un aprendizaje cualquiera, un torrente de creatividad o la frialdad de una actuación comparada a un témpano de hielo. El eslogan de Barbara Kruguer «Your body is a battleground» indicaba sin reservas, al socaire del arte de acción de las décadas precedentes, que en un cuerpo cabe un mundo entero y, podríamos añadir, en una mente todo un universo. El camino haciéndose al andarlo, la travesía en la que nos embarcamos cuando tomamos una decisión o iniciamos una empresa, el cruce del río para llegar al Hades mitológico cuando morimos… Resulta improbable creer que estas claras metáforas sean únicamente recursos estilísticos, que no impliquen algo mucho más profundo y todavía más intangible: una maleabilidad recíproca entre continente y contenido, entre ecosistema y los seres derivados de él, a la vez transformadores y adaptables al medio.

En cada viaje persiste el ansia de conocimiento sobre lo desconocido; una colonización de los espacios físicos cuando aún quedaban territorios por domesticar, y una profundización política hacia el interior de nosotros mismos mientras siga habiendo intención de construirnos o de deconstruirnos. Mapas físicos y mapas políticos. «La fantasía de totalidad» que implica un acercamiento a lo archivístico como método, incluye en su deseo una imposibilidad, pero también la generación de un relato (no por fantasioso menos entrelazado con lo real) que apela directamente al deseo y al conocimiento de lo intangible o lo desconcertante. Porque parece evidente que los artistas generan todo un corpus de obra anhelando alcanzar cada cual un propósito, nunca idéntico, pero seguramente similar entre sí; una mezcla de búsqueda y encuentro, una relación imbricada entre razón y deseo.

Cuando algo es imaginado previamente, puede entonces realizarse. Eso parece decirnos la cita donde Carl Einstein conversa con el coleccionista Daniel-Henry Kahnweiler a propósito del cubismo. La transformación de la percepción que consiguió extender este movimiento artístico vanguardista plasmó en una serie de pinturas imprescindibles, lo que la fotografía —con sus dobles o múltiples exposiciones— y el cine —con su facilidad del montaje de imágenes diversas suturadas por el tiempo— ya habían predicho y puesto en práctica. Pero también los regímenes totalitaristas o, en la antítesis de estos, los activismos sociales y políticos que demandan una «democracia radical» a lo Chantal Mouffe, son ideas políticas previamente pensadas antes que acciones puestas en práctica. Una advertencia sobre aquello que se piensa es que puede hacerse realidad, pero también esto puede suponer un estímulo. En los planteamientos artísticos que derivan en piezas más o menos concretas, más o menos intangibles, es la imaginación previa de algo que puede devenir obra, lo que activa el motor del deseo de producción, aquello que acabará siendo parte intrínseca de quien lo realiza.

El 10 de mayo de 1771, el joven Werther, retirado de la ciudad, escribía: «Soy tan dichoso, mi querido amigo, estoy tan sumergido en el sentimiento de una existencia tranquila, que no me ocupo de mi arte. Ahora, no sabría dibujar, ni siquiera hacer una línea con el lápiz; y, sin embargo, jamás he sido mejor pintor.» En 1771, Alexander von Humboldt tenía dos años, seis el 1774, año de publicación del libro Penas del joven Werther. Fue años después cuando la vida de ambos se vincula, el científico y el humanista, en el caso supuesto de que estas nomenclaturas de sus actividades aún tengan validez. Al principio del libro de Goethe, el protagonista está descubriendo una manera nueva de estar en el mundo; en lugar de perseguir lo que desea, parece estar esperando que su deseo le alcance. No sabría dibujar, ni tan siquiera hacer una línea con el lápiz, escribe, pero es ahora cuando se considera mejor pintor. El elogio a la vida contemplativa no implica aquí únicamente un dejarse ir propio de un ser diletante; también parece apuntar que, sin esa serenidad, sin esa experiencia en la mirada, sin la capacidad de parar y analizar lo que se quiere hacer, no puede generarse una obra digna de denominarse pintura, a la altura de su profesión de pintor. ¿Son demasiado elevadas estas consideraciones a propósito del arte? ¿Continuará teniendo la pintura esta función transformadora, o lo que sin duda transforma la obra de un artista que pinta es su experiencia vital? Independientemente del carácter afirmativo de las respuestas a estas preguntas retóricas, Goethe está apuntando, sin predecir seguramente el alcance de sus palabras, la simbiosis entre la vida y la obra del artista, la imposibilidad de una sin la presencia —aunque sea solamente de manera embrionaria— de la otra. La base del arte moderno, pero, aún más, la esencia del arte contemporáneo.

Texto completo