Pintura consciente

Texto curatorial para la exposición y publicación Seres fuera de campo, de Mery Sales. Fundación Chirivella-Soriano, Consorci de Museus de la Comunitat Valenciana. Hasta el 4 de octubre de 2020.

 

«Quiero conceder que yo, por supuesto, estoy interesada, primariamente, en comprender. Esto es absolutamente cierto. Y quiero también conceder que hay otras personas que están interesadas, primariamente, en hacer algo. Pero no es mi caso. Yo puedo vivir perfectamente sin hacer nada. Pero, en cambio, no puedo vivir sin, cuando menos, intentar comprender lo que ha sucedido, sea lo que sea.» —Hannah Arendt

«Toda victoria humana ha de ser reconciliación, reencuentro de una perdida amistad, reafirmación después de un desastre en que el hombre ha sido la víctima; victoria en que no podría existir humillación del contrario, porque ya no sería victoria, esto es, gloria para el hombre.» —María Zambrano

«Desde la más tierna infancia y hasta la tumba hay, en el fondo del corazón de todo ser humano, algo que, a pesar de toda experiencia de los crímenes cometidos, sufridos y observados, espera invenciblemente que se le haga el bien y no el mal. Ante todo es eso lo que es sagrado en cualquier ser humano.» —Simone Weil [1]

Preámbulo

Empezar con tres citas es encumbrarse en la ignorancia. Después de estas, nada podrá ser dicho que no pueda, a su vez, ser acompañado del salvavidas que supone citar —que es siempre descontextualizar, extirpar el órgano de un cuerpo para llevarlo a otro con la ilusión de que no haya excesivas incompatibilidades— y a su vez, seguir ascendiendo hacia la ausencia total de asideros, donde las citas se desvanezcan y quede lo que se pensó escribir, algo muy diferente a lo que se hace al escribirlo, al gesto mismo. Y aún más disímil de lo que puede ser leído, pues se escribió finalmente. Sin embargo, comenzar un texto citando a estas tres pensadoras universales y polifónicas, es acercarse bastante al intento continuo de búsqueda que, para Mery Sales, representa la pintura entendida en ella como acción de pensamiento, por más que esto pueda verse como una contradicción en términos. Al mismo tiempo, son personajes-matriz para la artista, que encuentra en algunas de las cosas dichas por las tres lo sentido por ella y expresado, sin embargo, mediante la pintura. El proceso podría describirse como texto escrito que proviene del pensamiento abstracto en el caso de las pensadoras, y pintura figurativa que deviene de la interpretación de ciertos textos y, en especial, de muchos momentos vivenciales, donde la experiencia se opondría, en esencia, a la abstracción, por parte de la pintora. A no ser que por abstracción también entendamos —o mejor, incluyamos— la posibilidad de la memoria. Si es experiencia no puede ser abstracción, diría Hannah Arendt, a no ser que esa memoria no provenga tanto de la experiencia en sí, como de la ausencia total de lógica en lo recordado, un descasamiento entre lo que pensamos que debiera ser, por ejemplo, la educación o el amor, y lo que es o fue finalmente. Desde este campo interpretativo, el ejercicio de memoria en cuestión tendría más vitalidad en su ímpetu por definir lo que se es en la actualidad, pese a lo sido en algún momento previo, que en reconstruir lo que fue entonces, pues entonces es un concepto demasiado vago como para pintarlo de manera figurativa. En el presente convergen todas las cosas, incluso el futuro que perciben y anuncian.

Por lo tanto, este intento será el de vislumbrar por qué en ocasiones, especialmente con artistas, los textos leídos, la teoría asimilada, la abstracción del pensamiento, necesita desembocar en la presencia física de una obra, en este caso en la fragmentación rectangular, bidimensional, de un cuadro o una serie de ellos, que reducen el campo de la percepción para, después, con la claridad que otorga la contemplación, hacerlo explosionar hacia direcciones infinitas de interpretación. Cuando esto ocurra, ya no será por efecto de la teoría o el pensamiento que lo generó, que quedarán encapsulados en él e incluso solapados y al fin anulados, sino por la transformación de un medio en otro donde lo visual toma el mando y transforma lo que la mirada ve de manera individual, en un imaginario colectivo.

A propósito de la pintura, Susan Sontag escribía en 1964, en su conciso y contundente Contra la interpretación, que «la huida de la interpretación parece ser especialmente característica de la pintura moderna. La pintura abstracta es un intento de no tener contenido, en el sentido ordinario; puesto que no hay contenido, no cabe la interpretación.» Y que, «para evitar la interpretación, el arte puede llegar a ser parodia. O a ser abstracto. O a ser (“simplemente”) decorativo. O a ser no-arte.»[2] Cualquier afirmación necesita su contexto. Los años sesenta del siglo XX en Estados Unidos estaban surgiendo, desperezándose más bien, de una especie de embriaguez del genio creador personificado en los pintores abstractos de corte expresionista, que tenían en Jackson Pollock su mesías y en Clement Greenberg su evangelista destacado. Desprenderse de esa interpretación que aduce Sontag es más bien hacerlo de un tipo de lectura de las obras donde todos opinan menos la obra; que es como afirmar que la mirada única y exclusiva es la del crítico, no la del artista. El concepto de crítica «transparente» que ponía sobre la mesa la escritora estadounidense, le obligaba a hablar al arte, a la obra: pasar de «una hermenéutica del arte» a «una erótica del arte», parafraseando el enunciado último de ese ensayo. Y, en esa desnudez, resulta evidente que muchas cosas caen del pedestal adonde fueron colocadas y otras, novedosas y tal vez inesperadas, emergen con lucidez. Entre ellas, qué duda cabe, la escritura feminista y la interpretación cultural desde tal posicionamiento, donde todo empezó a ser diferente y fue acercándose a lo que —con el impulso de todos— alguna vez será.

Pudiera parecer que hablar en términos de pintura abstracta y pintura figurativa, hoy en día, no ayudara a definir o siquiera a enumerar, los porqués del arte contemporáneo y sus respuestas ante el hecho de su necesidad. No en vano, Eric Howsbawn determinó el fracaso de la pintura como exponente de la «expresión de los tiempos» en unos tiempos donde el arte de vanguardia no es sino otra víctima de la obsolescencia tecnológica. En una versión actualizada de este planteamiento, podríamos apuntar que ahora es el sujeto quien desaparece por efecto de la obsolescencia tecnológica, que arrastra a todas las demás, incluyendo las de los afectos, las relaciones personales y los lugares donde vivimos. La pintura ha sido el símbolo más representativo, cuando no exclusivo, del arte durante siglos; la bella arte que parecía aglutinar la capacidad de mirar (ojo), la síntesis que implica ver (mente), y la maestría que acompañaba su quehacer (manos): su condición más visible y, por ello, también la más deseada. Más que en cualquier otro ámbito artístico —tal vez solo comparable a la fotografía en los momentos de su blowing up múltiple y desproporcionado— la pintura, entendiéndola también como una práctica propia de quien entiende el mundo como una edición de imágenes que se ejecutan manualmente, ha sido maltratada por sus propios practicantes. Esos que creyendo que copiar la naturaleza les hace pintores, y aquellos que, a base de insistir, creen convertir lo falaz en una verdad necesaria. La insistencia, sin embargo, solo ha dado frutos cuando exhibe una línea de investigación que —bien desde el texto, bien desde la pulsión— traza un camino que nunca puede agotarse. The rest is noise.

La pintura consciente de Mery Sales, a la que alude el título de este texto, se refiere a que pintar, pese a todo, como escribir, pese a todo, es una actividad que nos ayuda a entender aquello que, al ser pintado o al ser escrito, comprendemos mejor. Comprender no es, necesariamente, saber, ni únicamente pensar. Podemos saber cosas sin comprenderlas. El efecto de la comprensión implica la acción que hace que, al pasar por uno mismo o una misma aquello externo, ejerza en nosotros una pequeña transformación que nos haga ver de nuevo tanto lo que sabíamos, como aquello que ahora comprendemos, eso sí, de otra manera. Iniciamos el proceso sin comprender algo y lo acabamos con la consciencia de comprenderlo y, por lo tanto, lo adquirimos como sabido, incorporándolo al conjunto de cosas que conforman nuestra pequeña y modesta sabiduría: un acervo personal y político. Y ese conjunto de saberes nos transforma para siempre. Hay quien opina que la cultura es transformadora y se incorpora a la vida de quienes la disfrutan cuando las necesidades más básicas están cubiertas. Es decir, que la cultura sirve para cultivar un campo cuya tierra, por continuar con la imagen iniciada, no necesita ya ser abonada; pues disfruta de nutrientes suficientes como para esperar que todo florezca y crezca sin derivas ni indecisiones. Esta opinión está tan extendida como infructuosa resulta su defensa, porque instaura y perpetúa un modelo de práctica cultural que no alcanza esa transformación personal, sino que deviene el complemento idóneo para lucir en determinados ambientes de mayor o menor nivel cortesano. Lo cultural no debe ser aquello que consumimos cuando lo demás está «todo bien», sino aquello que vivimos con sosegada intensidad para que el resto pueda estar bien. La práctica cultural entendida como activadora de posibles y no como posibilidad intercambiable entre modos de comportarse o formas de ser. ¿Qué condición otorgaríamos entonces a aquellos artistas y a aquellas prácticas que aluden al arte, a la literatura, al cine o al teatro, a la poesía, y que han planteado su estar en el mundo como transformación personal sin mayor planificación que alcanzar esta, sabiendo que las dificultades y obstáculos de todo tipo los dejan a la intemperie? ¿Parias, tal vez? Parias conscientes, mejor, por continuar caminando por los senderos que las tres pensadoras aquí reflejadas —Arendt, Zambrano y Weil— de una u otra forma recorrieron.

Richard Sennett ha definido el término «artesanía» como aquello que «designa un impulso humano duradero y básico, el deseo de realizar bien una tarea, sin más.» Por lo tanto «abarca una franja mucho más amplia que la correspondiente al trabajo manual especializado. (…) Es aplicable al programador informático, al médico y al artista; el ejercicio de la paternidad, entendida como cuidado y atención de los hijos, mejora cuando se practica como oficio cualificado, lo mismo que la ciudadanía.»[3] Una cierta consciencia de estar haciendo bien el trabajo que se tiene entre manos y donde la mente que piensa nunca se separa de la mano que actúa. También esta podría ser una definición acertada del proceso pictórico que aquí afrontamos, pleno de consciencia. Por otro lado, Hannah Arendt escribió que «si “procedo” de algún sitio, será de la filosofía»[4], por más que derivó hacia la teoría política alejándose de manera clara de esa pertenencia a un colectivo que no le definía, seguramente porque no le aceptaba.[5] Considerarse o no cualquier cosa, en este caso filósofa, no es algo que tenga que decidirlo nadie más que una misma, porque en esencia, deriva de un proceso emancipador que solo puede resolverse individualmente. Es inevitable ver similitudes al respecto de esta actitud emancipadora en el proceder de Mery Sales, en su caso al respecto de la pintura. Aunque pareciera mentira, o anacrónico, todavía hoy en día las mujeres artistas sufren situaciones donde se espera de ellas una subordinación al sistema. Hablar de sistema en este punto, lejos de plantearlo en términos de generalidad o abstracción, es definirlo como una acción mayoritariamente ejercida por el patriarcado, o en su derivación light el paternalismo, en casi cualquier decisión que se pueda tomar; incluso si estas afectan en exclusiva a las mujeres. Qué duda cabe que estos desmanes existen —y de una manera nada disimulada— también en el ámbito académico. La escritora Vivian Gornick expresa así lo que parece una propiedad intrínseca y transnacional del comportamiento de la academia, en su primer libro de memorias Fierce attachments: «El departamento de inglés en Berkeley era, en sí mismo, un modelo para todo tipo de relaciones humanas. Estaba quienes tenían poder: los profesores titulares brillantes y famosos, y los que querían poder: los hombres jóvenes y brillantes dispuestos a ser el discípulo, el protegido, el hijo y el compañero intelectual. Juntos, el profesor y el protegido formaban los eslabones de la cadena del amiguismo que aseguraba la continuación de la empresa a la cual servían: la literatura inglesa en la universidad.»[6] La función que se les asignaba a las alumnas inteligentes era la de lograr ser la esposa de alguno de esos «hombres jóvenes y brillantes», y nunca la de poder aspirar a sus mismas metas o fines intelectuales y académicos. Gornick sufrió esta situación en los años sesenta del siglo XX, y en efecto las cosas han cambiado, incluso sustancialmente en determinados escenarios, pero también es cierto que algunas instituciones como las universitarias —aunque no en exclusiva— basan una parte importante de su propósito actual en la determinación de seguir siendo una eficaz correa de transmisión de los planteamientos patriarcales clásicos. Aún más, si cabe, desde que han incorporado la lógica mercantilista respaldada y avivada por los planes de estudios recientes que no solo se centran en lo económico, sino también en lo competitivo. Por más que la competencia, en sentido estricto de ser capaz de o estar preparada o preparado para desarrollar una tarea, es una necesidad y un valor en ámbitos de conocimiento, hay formas muy sutiles de desviarla hacia una competitividad desenfrenada o ilógica, precisamente en ámbitos donde la sabiduría y el conocimiento debieran destacar sobre otras aptitudes secundarias o conformistas, aún más si son en esencia serviles.

Más cercana en el lugar y en el tiempo que Gornick y plenamente centrada en el ámbito del trabajo creativo y sus tangentes, Remedios Zafra ha hecho una disección valiente y un diagnóstico hiperrealista de la situación que vive tanto la academia como el mundo exterior de la creación artística desde una perspectiva feminista. El entusiasmo responde con credibilidad y conciencia de sí ante una serie de preguntas que, por obvias, no deben ser óbices; y con unas respuestas que, sin evitar ser claras (o precisamente por eso) son belicosas y transgresoras. Ante la cuestión de la precariedad en lo cultural, este libro se entiende como un tratado, incluso en algunos pasajes como una guía. Zafra consigue poner palabras a lo que ya poseía una forma y, aún más importante, pronunciarlas en voz alta donde otros solo se acercaron a musitarlas para sus adentros, sin convicción suficiente o arrojo necesario para hacerlas públicas. Esa actitud no es condescendiente, como no lo son las «creaciones que incomodan», el subcapítulo del libro en el que se analiza la cuestión sobre si las creaciones culturales deben generarse para evadirnos o para hacernos más conscientes del mundo que habitamos. Parece claro que, como indica la teórica, «la conciencia sobre uno mismo aumenta la exigencia sobre el mundo que nos forma y nos transforma. No es igual leer para repetir un mundo que leer cuando se tiene la motivación para cambiarlo.»[7] En el caso de Mery Sales esto se cumple plenamente, y no solo como una lectora importante que implica sus hallazgos en las pinturas escuetas, casi siempre concisas en cuanto a elementos y, por ello mismo, cargadas de simbolismo. También ocurre en cuanto que es una persona capaz de ver las relaciones personales como un don en sí mismas, nunca como un tránsito para alcanzar otros fines.

De entre las influencias de las tres pensadoras que recorren las bases teóricas del trabajo pictórico de Mery Sales, Zambrano es la que ha dado más argumentos vinculados a lo artístico y, más en detalle, a lo pictórico. Incluso cuando sus conceptos, como el «claro del bosque», hacen referencia también a una manera de estar en la vida desde el pensamiento abstracto y desde su «razón poética» en la filosofía, las imágenes que crea en sus descripciones se acercan mucho a una materialización formal, a una influencia desde el color y la presencia de la naturaleza, incluyendo los animales, de su pensar el mundo, una suerte de hacer aflorar a la superficie cuestiones que se encuentran en capas profundas del ser y la razón y que necesitaran de elementos básicos, sensibles, para ser expresados. La poesía es capaz de generar imágenes a partir de una serie muy limitada de elementos, y es gracias a su capacidad infinita de combinatoria lo que hace que cada poeta hable con una voz que siempre será nueva, por más que el lenguaje y el idioma empleados sean herramientas comunes dentro de una tradición o identidad propias. Desde esa individualidad radical habla también Simone Weil, más con la certeza de estar definiéndose a sí misma, que como intento de extender sus hallazgos al resto; aunque sobre esto volveremos más adelante.

Zambrano lo define así: «El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. (…) No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos.»[8] Es indudable la importancia de esta definición en algunas de las obras que la pintora ha desarrollado desde al menos 2007 donde, sin embargo, sí se hace necesaria no ya una búsqueda, pero sí una delimitación de los claros. En ese período pictórico son frecuentes los cuadros que remiten a luces entre ramas de árboles, filtraciones de conocimiento entre la inabarcable arborescencia de las palabras escritas y el saber conocido, reflejos sobre superficies acuosas que parecen esconder o distorsionar con sus reflejos lo que ciertamente subyace por debajo. En la publicación que acompañó su exposición Surge amica mea et veni, la artista escribe un texto que define muy bien su relación con los conceptos y símbolos netamente zambranianos: «Existen varios símbolos y señales empleados por ambas que hablan de tal sintonía, como son las distintas formas de hablar de la luz: la que guía o la cegadora; el incendio y la llama en la sombra, el temblor y el vacío, lo oscuro y la palabra, la noción dialéctica del drama y la trama, lo fronterizo y lo marginal, la crítica social, lo humano, el eclipse y el duermevela, el agua atmosférica o la ensimismada, el sendero o los bosques de claridades.»[9] De ahí que sea tan necesario ver en la obra de la pintora algo mucho más profundo de lo que incluso los cuadros muestran; es decir, nunca podremos quedarnos, como espectadores, en la limitada interpretación de estas pinturas como meros paisajes que escapan de lo teórico desde la forma. Más bien al contrario, es un ejercicio de pensamiento de la pintura y en la pintura lo que convierten estas obras en complejos mecanismos de referencias, siquiera apaciguados —si esto fuera posible— por las formas y los colores de sensaciones netamente estéticas. En el mismo texto arriba reseñado, la artista lo indica con claridad: «Pintar puede verse, en este sentido, como una forma alternativa de pensar que me empuja a visualizar y hacerlo de otra manera. (…) un razonar poético mediante la pintura.»[10]

A diferencia de, al menos, las dos exposiciones anteriores, Seres fuera de campo retoma las reflexiones sobre el pensamiento en la pintura en un momento de transformación personal decisivo. Así lo muestran las obras secuenciales donde la artista se retrata como sujeto y objeto al mismo tiempo. En las composiciones se observan pocos elementos que poseen una gran carga simbólica: encontramos a la artista con el mono rojo de trabajo anudado a la cintura; un caballete de pintura y un lienzo en blanco; una almohada en algunos casos, como en la obra Ser. Las ocho piezas de este políptico generan una secuencia cinematográfica —nadie puede dudar que aquí el movimiento dilatado en los lienzos, casi detenido, es el tiempo ralentizado de la vida de la autora, en suspenso— que va desde la actitud de ocultación de la artista bajo la almohada, que ella misma mantiene con fuerza sobre su cabeza y cara, hasta la liberación de esta ceguera impuesta o autoimpuesta, tanto da, que permite dejar el objeto en el suelo y que culmina con la desaparición de la artista en el último cuadro. En este, el único en el que vemos el caballete y el lienzo de perfil, la almohada está en el suelo y asoma, por la parte superior del cuadro, una luz proveniente de un vano en el techo que adquiere protagonismo, al igual que en otras obras similares de esta serie. Ese elemento externo es una salida figurada, una luz que acompaña el tránsito hacia otra situación física, anímica y profesional. La desaparición del yo de la autora en esta última imagen parece hacerse necesaria para cumplimentar una liberación de sí misma que rompa con algunos aspectos del pasado —la referencia a los escombros es continua y para que haya escombros fue necesario previamente una edificación y un derrumbe— y que permita una reconstrucción desde el hoy que se proyecte en el mañana. La muerte del sujeto, que implica primeramente la figurada del padre biológico, intelectual o fundacional, pasa por el des aprendizaje de los primeros y más sólidos adoctrinamientos hasta alcanzar un territorio ignoto, informe, pero establecido a partir de lo vuelto a aprender, que conforma un sujeto que habita en un nuevo entorno.

Esta obra recuerda inevitablemente otras realizadas años antes. Mujer elefante es una serie de cuadros que ofrecen un juego de relaciones entre un personaje femenino que porta anudada una almohada alrededor de la cabeza y otras escenas adosadas, a modo de dípticos o trípticos. La mujer está en el exterior, en medio de una escalera vista desde arriba, o dentro de espacios minimalistas y asfixiantes, la cabeza apoyada sobre la pared, los brazos muertos, o caída en un rincón como una marioneta sin ni siquiera los hilos que podrían articularla desde fuera. Estas imágenes se combinan con escenas donde predominan hombres en situaciones anónimas, pero de relevancia pública; la relación se establece entre dos espacios políticos: el exterior, con predominancia masculina, y el interior, vinculado con esta figura femenina, que se muestra presa, retenida, pero también resistente. Incluso cuando hay un exterior, la mujer elefante parece estar aislada, anulada. A diferencia de en estas obras más antiguas, en Ser, Tras los escombros, Relato breve o Instantes —escenas todas ellas derivadas de una misma situación, una puesta en escena no forzada sino necesitada— la artista toma las riendas, aunque en este primer estadio las riendas sean de la consciencia del derrumbe, de la necesidad de buscar una salida que solo podrá iniciarse desde el ámbito personal que, en la pintora, lo es también desde el profesional. En el autorretrato La mirada, la protagonista se gira hacia quien la observe, como sorprendida por un gesto o un ruido externo a su mundo, en ese momento en que parece que se enfrenta al lienzo en blanco: inmensidad de posibles y, al mismo tiempo, lugar de tensión entre lo que existe como pensamiento y lo que quedará definido en los márgenes pictóricos. Es una mirada que no quiere ofrecerse, pero necesita hacer patente que solo puede existir si se da una interlocución entre ambos lugares, el de la representación y el de la realidad. Estas obras se insertan dentro de una suerte de serie denominada La voz propia, que es elocuente sobre la determinación de Mery Sales a enfrentarse a un pasado tal vez marcado por la infancia y la educación que vemos en cuadros como La herencia, Saludo o Az_r  no y que avanza en especial tras la aparición en su obra de los textos y las ideas de Simone Weil. Un par de cuadros se insertan en esta fase de reiniciado y actúan como un díptico en la distancia, cada cual ocupando un espacio y una tipología que le son propios. Ver es un tríptico que analiza el concepto de los escombros desde tres posiciones: desenfoque, reconfiguración pixelada y enfoque definitivo. El otro, una pintura pequeña y de gran intensidad, es Dad. Papá y, al mismo tiempo, parte final de la palabra verdad. En este cuadro la mano de la pintora queda por debajo de la de su padre, una vez ya fallecido, como queriendo aprehender un último aliento que va evaporándose. Pareciera que esta acción íntima convertida en pintura, interpreta y pone en práctica la frase de Zambrano citada al inicio: «Toda victoria humana ha de ser reconciliación, reencuentro de una perdida amistad, reafirmación después de un desastre en que el hombre ha sido la víctima; victoria en que no podría existir humillación del contrario, porque ya no sería victoria, esto es, gloria para el hombre.»

En todos los estadios de su trayecto se hace necesario pintar algún retrato concreto de los personajes-matriz donde se establece un punto de inflexión. No son pinturas que entran dentro de la lógica estilística que emplea elementos objetuales y colores simbólicos, sino otros, como Vita nuova de Zambrano y De cara, de Arendt. Ambos cuadros son imágenes fragmentadas de sus rostros, centrados en un gesto característico de ellas en tanto que mujeres, como personas. Dad es un cuadro que enlaza con estos dos, porque en ellos existe una necesidad natural de salirse del camino para observar con detalle algo que aún no se había descubierto.

La tricefalia de referencias no corresponde a casillas independientes que empiezan y acaban en un tiempo concreto o que se rellenan con conceptos cerrados sobre sí mismos. Hay planteamientos zambranianos que dejan poso en la influencia de Arendt y, a su vez, de ambas en la supuesta etapa de Weil, que surge de inmediato tras los escombros. Esto es así y no puede ser de otra manera porque, quizá con alguna excepción a la regla en el caso de las obras relacionadas con la pensadora andaluza que se tornan más descriptivas, las pinturas representan la voz de Mery Sales hallada entre las líneas de los textos de ellas y hecha propia. No en vano, unas de las primeras obras de la última etapa son tres cuadros de gran formato que tienen como protagonistas las plantas y flores silvestres que crecen en los márgenes (de los caminos y carreteras, pero también podríamos admitir que de los pensamientos estándares y prefijados en los libros que importan). La miniserie formada por las obras Son, Seres, Fuera de campo, construyen una frase en sí misma que define todas las obras subsiguientes, aunque cada una posea un título que ajuste o afine todavía más estas referencias weilianas y cuyas dos últimas den nombre genérico a esta exposición. El concepto «fuera de campo» es muy pertinente. Deriva del lenguaje cinematográfico y se emplea para definir aquello que estando en escena, no está siendo mostrado en ese momento preciso, pero cuya presencia es fundamental para generar un diálogo con lo que sí vemos. Solo podemos entender parte de la complejidad que una situación entraña si somos conscientes de la importancia que tiene aquello que, aun estando, no se hace siempre visible. Esas flores creciendo en los lados de la carretera, esa mirada en Zoom de la escritora francesa que nos hace repensar su rostro y, con él, sus pensamientos… son flores raras, una manera propia (y consciente) de estar en el mundo.

Son, Seres, y Fuera de campo inician una etapa diferente donde la piel se encarna en la pintura y las obras muestran retazos dérmicos solo imaginados, corporeizados en la tela roja de un mono de trabajo que es segunda piel y que, en el contexto del pensamiento de Weil, se torna cuerpo en lucha. Un díptico de grandes proporciones, que deviene imagen comunicativa de esta muestra, se titula precisamente Piel con piel, aunque bien pudiera representar un desierto rojo. En contraste con el otro díptico de idénticas proporciones, Limbos, donde el mar se muestra en toda su crudeza, ambos conjuntamente abren un mundo delimitado por sus opuestos. Todas las cosas pueden quedar integradas entre sí mismas, pues la base donde se asientan posee las medidas de lo inimaginable y, por esto, de lo inabarcable. El rojo es algo más que un estado de ánimo, que una sensación o que un mero color para Mery Sales; queda patente en sus obras desde que estas han sido recogidas en catálogos individuales o colectivos. Fondos, prendas de ropa, hilos, paisajes, diferentes fuegos y vientos variados, la piel, el cuerpo, ahora los monos de trabajo… componen un archivo personal de elementos físicos y emocionales, ideológicos y viscerales que definen su trayectoria como pintora. Es el color que contrasta en el abrigo de María Zambrano entre el verde masculino reinante en Preludio 1930, el tinte de Hannah y el fuego y está tan presente porque para la autora «el rojo es el primer color. Es, además de primario, puro pero complejo, con más de cien tonos e infinitos significados. El simbolismo del rojo está determinado por dos experiencias elementales: el fuego es rojo y roja es la sangre; y en todas las culturas tiene un significado existencial, vital y universal.»[11]

Como un reguero de fuego, o de sangre, el rojo nos encamina hacia uno de los cuadros más recientes de esta muestra. En el lienzo vemos a Simone Weil vistiendo el uniforme —un mono azul— como integrante de la Columna Durruti durante la guerra civil española. La pose de la veinteañera mira con candidez al frente, hacia nosotros, mientras el resto de la escena se ha teñido de un naranja rojizo similar al efecto generado en los dípticos de Mujer elefante, es decir, como si un filtro unificara el fondo e hiciera resaltar la verdadera mirada. Al igual que con la de Hannah Arendt, también la caligrafía de Weil ha merecido el espacio de un lienzo, fragmento de un texto que aquí es un todo que inicia otro recorrido. El mono rojo de la pintora actúa de contraste complementario al de la pensadora, y nos encamina al final del trayecto: una serie en proceso de retratos de personas familiarizadas con Mery Sales que conforman un grupo heterogéneo y que se relacionan entre sí, precisamente, por la concepción que de ellos y ellas tiene la artista; por considerar que su actitud vital corresponde, de alguna u otra manera, con un estar en el mundo que rescata el concepto de Hannah Arendt de «parias conscientes» y que en Simone Weil parece ponerse en práctica con algunas de sus actitudes. A propósito de esta, Susan Sontag escribió en 1963 un texto intenso y corto, como una canción de rock, en el que alaba a la mística francesa no por estar de acuerdo con su mirada del mundo, sino porque llevó sus ideales hasta el límite. «No es necesario compartir las angustiadas e inconsumadas relaciones afectivas de Simone Weil con la Iglesia católica, ni aceptar su teología agnóstica de la ausencia divina, ni adherir a sus ideales de negación del cuerpo, ni estar de acuerdo con su odio injusto y violento por la civilización romana y los judíos. (…) Leemos a autores de tan virulenta originalidad por su autoridad personal, por el ejemplo de su seriedad, por su manifiesto deseo de sacrificarse por sus verdades, y —solo de vez en cuando— por sus concepciones.»[12]

Estos 48 parias conscientes, que aparecen retratados vistiendo el mono rojo de la artista —que aquí es piel y cuerpo— y cuya presencia suplantan levemente, actúan como un jurado que interpela a quien los mira, pero, a la vez, también son interpelados. Hay una distancia real, un acuerdo tácito respetuoso, entre quien mira un cuadro y quien es observado cuando lo hace. Esta mirada proviene aquí del propio cuadro, no se realiza desde el exterior. Los once retratos repiten una serie de elementos. Al mono rojo que cada cual viste, con los restos de pintura seca acumulada igual que una piel colecciona las cicatrices de heridas cotidianas, cabe añadir el fondo sobre el que emergen: un caballete apenas perceptible sobre el fondo oscuro y del que surge un lienzo blanco, luminoso. De nuevo, la escasez de símbolos les otorga una importancia decisiva. Se repiten los mismos objetos que en la serie Tras los escombros, pero se han transformado por completo las intenciones. La artista ha desaparecido, ha mudado de piel (y así queda explícito en la obra Cuerpo, donde el mono rojo pende de una percha, desaparecida la pintora) y se ha transformado en los otros, multiplicándose y haciéndose visible a través de la ropa de trabajo que los demás portan ahora. El lienzo en blanco de nuevo actúa como una tautología necesaria: si no hay principio desde el que comenzar, no será posible ni el tránsito ni la posibilidad de un camino.

¿Y cuál es ese? Si no lo conocemos con exactitud geo localizadora, al menos sabemos unos cuantos fragmentos y algunas lindes. No sería ajustado basar todos los referentes de Mery Sales en el pensamiento de estas filósofas, pues existen muchas otras referencias entrecruzadas y, por supuesto, un gran conocimiento de la propia historia del arte. Los 48 parias conscientes son una (r)evolución de los 48 retratos (1974) de Gerhard Richter donde personajes relevantes para el pintor —todos hombres— se relacionan entre sí por el modo como están pintados. Tipológicamente, sus retratos están encajados en sus lienzos de manera similar y la técnica del artista alemán consigue, como dice Jean-François Chevrier a propósito de la fotografía, que «la imagen iguale lo que agrupa». Hay una especie de uso limpiador del trazo sobre los rostros, un efecto de difuminado que ajusta diferencias y parece lavarlos, quitarles los detalles innecesarios, pero manteniendo la personalidad de cada uno. Este grupo conforma una suerte de coro perfectamente dispuesto para que el centro adquiera una importancia determinante. La disposición de los retratados, desde la postura en tres cuartos de los ubicados en la parte izquierda a la propia de los del lado derecho, pasando por los retratos frontales del centro, confiere a la diversidad de estos hombres una cierta unificación marcial. A diferencia de este conjunto, los 48 parias conscientes de Mery Sales no dejarán marca en ninguna historia universal, ni ofrecerán la perfecta disposición espacial de un coro, pero, a cambio, habitan su consciencia como parias con una tozudez inusual. Están pintados con color —de nuevo destaca el rojo que nos ha ido guiando hasta aquí— y aparecen retratados en posturas diversas, aunque se mantenga un patrón con elementos comunes. Por encima de cualquier otra cosa, hay mujeres y hombres, hay una presencia de humanidad que estaba «borrada» en la serie precedente, a la que evoluciona y revoluciona, como la relectura de un libro a la que se añaden notas destinadas a incluirse en una edición posterior. Todo un galardón, a fin de cuentas, conseguido a base de no ceder ante el asedio continuado de las cosas urgentes, muchas de ellas innecesarias.

[1] Citas extraídas, respectivamente, de los textos: Arendt, Hannah, «Discusión con amigos y colegas en Toronto», en Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra, trad. Manuel Abella y José Luis López de Lizaga. Madrid: Trotta, 2010, p.68; Zambrano, María, «¿Por qué se escribe?», en Hacia un saber sobre el alma, Madrid: Alianza editorial, 1987-2019, p.59; Weil, Simone, «La persona y lo sagrado», trad. Maite Larrauri, en Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura, nº 43, «Desconcertante Simone Weil». Madrid: Editorial Archipiélago, 2000, p. 80.

[2] Susan Sontag, Contra la interpretación, trad. Horacio Vázquez Rial. Madrid: Alfaguara, 1996, p. 34.

[3] Sennett, Richard, El artesano, trad. Marco Aurelio Galmarini Rodríguez. Barcelona: Anagrama, Col. Argumentos, 2009, p. 20.

[4] «Carta a Gerhard Scholem», en Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra, op.cit., p. 29.

[5] Incluida también en el mismo volumen, la «Entrevista televisiva con Günter Gaus» emitida el 28 de octubre de 1964 en la cadena de televisión ZDF, es explícita a este respecto. Íbid., pp. 42 y ss.

[6] Esta traducción propia al castellano deriva de la versión en catalán Vincles ferotges, editada por L’altra editorial, en traducción de Josefina Caball, Barcelona, 2017-2019, p. 124.

[7] Zafra, Remedios, El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital. Barcelona: Anagrama, Col. Argumentos, 2017, p. 223.

[8] Zambrano, María, Claros del bosque. Madrid: Cátedra, 2011-2018, p. 121.

[9] Mery Sales, “Relación entre María Zambrano y mi pintura. Un razonar poético-pictórico”. En Surge amica mea et veni. Razón poética, María Zambrano / Razón pictórica, Mery Sales. València, Col·legi Major Rector Peset, Universitat de València, 2012, pp. 27-33.

[10] Ídem.

[11] Texto inédito de Mery Sales incluido en el proyecto previo de esta exposición.

[12] Cf. 2, pp. 84-85.