Uno, y dos dones

Texto realizado para la publicación Carlos Maiques. Crónicas de bolsillo, editado por Anja Krakowsky.

El don no se intercambia por nada. Se posee y se ofrece libre, sin pedir nada material a cambio, ni prepararse como en un ritual místico o de exhibición pública. El don no es tanto la posesión de sí, como su puesta en práctica en los otros. Representa el método por el que entendemos que, quien lo posee, lo tiene y lo comparte. Hablando de Jacques Derrida, analizando su concepto de don, Geoffrey Bennington dice que “hay que intentar pensar en el don antes del intercambio, y en la ley antes del contrato, para acercarse a la cosa”. Y, más adelante: “Si la esencia del don es no ser objeto de intercambio, vemos que, hablando estrictamente, se anula como tal”. Y, siguiendo con la reflexión, “para que el don esté limpio de todo movimiento de intercambio, debería pasar inadvertido por el receptor. Debería no recibirse como don, no ser un don en absoluto” (…) “aquí está implícita toda una complicación de la temporalidad: el don no está nunca en el presente; se da en un pasado que nunca ha sido presente y se recibe en un futuro que tampoco será presente jamás”. (Derridabase)

Siempre me ha parecido ver a Carlos Maiques como un auténtico portador de un don, aunque insistiré en la posibilidad de que, además, se esfuerza por ofrecer otro; éste quizás sí, vinculado con un cierto intercambio. El primer don hace referencia a la capacidad de ver y de hacer más allá de lo esperado. La posibilidad de detener en un espacio muy concreto, delimitado y parcelado de papel, la esencia de una situación concreta. Hablar de esencia y dones nos puede llevar a un terreno mucho más espiritual del que sin duda queremos o podríamos haber imaginado en un primer momento, pero al mismo tiempo nos obliga a pensar porqué estas palabras surgen asociadas a una actividad mundana, en situaciones ociosas, de distensión: personas reunidas alrededor de una mesa, o en grupo, charlando, comiendo, bebiendo, estando. Y que acaban siendo “retratadas”, eufemísticamente hablando pues no poseen casi elementos de los rostros, por la mano precisa y obediente de una mirada afilada y un cerebro perspicaz.

Este don no es sólo el de la destreza manual, pues esta capacidad está medianamente extendida en el ámbito artístico; desde mi punto de vista, hace referencia a la capacidad de síntesis de lo que se puede ver en una situación concreta y de ofrecerse, a partir de lo periférico, para conseguir reflejar lo central, o lo esencial (si se permite de nuevo el concepto). Las personas representadas, dibujadas con sutileza, esquemáticamente resueltas, son reconocibles a partir de elementos que se resuelven como se define un archipiélago: se vinculan entre sí por aquello que les separa. El cabello, las gafas, la ropa, los gestos, sobre todo los gestos, y una capacidad innata para que todo ello, en conjunto, resulte natural. Incluso sencillo. Ahí reside la magnitud del don, en no parecer un esfuerzo.

El segundo don es el de la entrega. Se entrega tiempo, experiencia, destreza, un primer don que se posee… por el simple intercambio, a veces, de un saludo furtivo, de una continuidad de la amistad por otros medios. En este caso, la amistad es un concepto grande, poliédrico, y es el reflejo en cada arista de la experiencia retratada. Las formas entienden el porqué de su contenido y, vicerversa, el contenido acepta sin rechistar sus formas impuestas. Así, un don es dos dones; la posibilidad de una prórroga al tiempo que caduca; la apertura a un sinfín de futuribles; la certeza de sentirse invulnerables, al menos en la intensa eternidad que dura un relámpago. Entregar(se) es un gesto en sí mismo, desprendido y tan inusual como abrir la boca para decir nada, pero haciéndolo como gesto radical ante la acumulación de palabras y la superabundacia de lo material, de lo contante y sonante que tanto amenaza con decir y que tan poco dice. Hacer lo no esperado, ni lo esperable.

En el ámbito artístico todo posee un precio, por alta que sea la cantidad solicitada, o por lo inusual del objeto de intercambio: cualquier cosa es susceptible de venderse y comprarse. Al mismo tiempo, si algo distingue al arte, es su capacidad para la destrucción de todo lo anterior y por su carácer iconoclasta. De la difícil ecuación entre ambas actitudes han surgido algunas de las imágenes y obras más poderosas y las acciones más cuestionables. ¿Qué se le pide al don para que siga siendo un elemento de escurridiza temporalidad? ¿Qué ofrece y es, qué otorga y qué demanda, por mucho que obre como si nada solicitara? En la previsión imposible de su gesto y en la incertidumbre de su logro, el don persiste en ser nada más que acto desprendido.

Aún así, nadie espera que el don aparezca para ofrecerse sin condiciones. De ahí que, cuando aparece, su presencia lo llene todo de sorpresa y gratitud. Más aún en un contexto y un ámbito acostumbrados a la compra y venta de todo tipo de bienes muebles e inmateriales. Esta aparición sin más, es la virtud del gesto que, como la cara de una misma moneda, deja asomar asimismo su defecto. No existe condición más intrínseca al don que aceptar sus virtudes como los defectos reflejados del resto de nosotros, que no poseemos ni un segundo don, ni mucho menos aún, un primero. Acercarse a la cosa es comprobar que la cosa no es si no un gesto expresivo del don. De uno, y dos dones, de Carlos Maiques.