¿Qué pintar? ¿Por qué pintar?

Texto incluido en catálogo de la exposición Los claveles. Una aproximación a los jóvenes pintores de Sevilla. Fundación Chirivella Soriano, Valencia, 25 de abril – 7 de septiembre de 2008.

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Encabezar un texto con una pregunta puede incitar a dudar de él, de las hipótesis planteadas y las respuestas que puedan surgir de esa misma cuestión. Puede incluso orientar el análisis hacia una dirección tan determinada, que nos quedemos sin capacidad de revertir la situación o reorientarla hacia algo positivo. Decir positivo aquí, en este contexto, es hacerlo en el sentido de utilidad, algo que es beneficioso, pero no necesariamente pragmático, ni menos aún, crematístico; sino que resuelve aquello que se propone. En otras palabras, a la escritura parece que se le exige como elemento intrínseco no dejar de decir cosas y, sobre todo, que esas cosas dichas, escritas, aporten cierta comprensión sobre lo que tratan, clarifiquen. La pregunta como título o el título como pregunta en este caso, quieren asentar una actitud cuestionadora y sí, también dubitativa, aunque no dudosa en ningún sentido. Dudar de un planteamiento evita direcciones previamente establecidas, deja entrar una buena porción de azar, convierte el trayecto en un avatar incierto y abierto, donde todo es aún posible. Dudar es un paso previo y necesario en cualquier descubrimiento, por sencillo y personal que éste pueda ser. La relación entre pintura y escritura converge de lleno en su capacidad retórica como afirmación de sí mismas y como explicadoras del mundo.

Ha habido preguntas que ocuparon el lugar de los títulos y títulos que, amparados bajo afirmaciones, cuestionaban todo lo que encabezaron y lo que les precedió. Ha habido incluso pinturas que escribían sus títulos dentro del espacio otrora sagrado de la representación y que sin embargo anunciaban únicamente el día de su realización, es decir, nada menos que el momento de su muerte. La pintura, de modo similar al lenguaje, hubo de nacer contra el miedo de fenecer ante la oscuridad, sin nadie que recordase esa muerte y con el ánimo de que esa experiencia que se desvanecía sirviera, es decir, fuera útil, al menos para algunos pocos que vinieran después. Hay una pretensión por quedarse fijado en la cronología de los días y las vanidades de los nombres, pero también una necesidad de no olvidar lo aprendido, ni desear que desaparezca del todo esa suerte de legado vital, hoy ya devenido cultura.

La cuestión es saber cómo aclimatarse, y así pues cómo sobrevivir, dentro de un ecosistema de cambios continuos y superpuestos, donde las variaciones infinitas sobre el modo de representar la realidad han acabado creándola de nuevo, de la nada, y convirtiéndola en alguna cosa mucho más realista que sí misma. Volvemos, pues, a las preguntas ¿qué pintar? ¿por qué pintar? y añadimos ¿para qué hacerlo?

La pintura ha sido y es aún la narradora omnisciente de todas las historias del arte, en plural. Ha sido testigo de grandes cambios y juez y parte de sus posibilidades de futuro, ese gran imprevisible; también ha sido, puede ser que en exceso, protagonista de las cotizaciones perpetradas sobre su yo caprichoso, el cual sólo debía soltar un leve lamento o una mínima queja para que acudieran en tropel los sanitarios de su custodia a ponerla entre algodones. Es centro y se cree centro, con la potestad indiscutible para seguir siéndolo. Pero ¿está hoy la pintura en el centro del arte? Y, si es así ¿podrá seguir estándolo?

Antes de avanzar más por este recorrido de preguntas capciosas, convendría dejar claro que este aparente juicio a la pintura pretende ser un simple estado de la cuestión realizado, eso sí, desde la distancia crítica. En un momento, el actual, en que la hibridación técnica es un valor en alza en el mundo del arte y lo relacionado con “lo visual” parece haber superado a “lo plástico” en la identificación con el concepto-prefijo arte. Decisivas revoluciones tecnológicas pueden querer arrinconar a la pintura hacia un ostracismo o una sensación de dejà vu permanente y anacrónica. Pero se advierte también en estas intenciones una cierta similitud con los comentarios sobre la muerte del libro tradicional o, mejor, su sustitución inmediata e irremediable por los volúmenes digitales. La cuestión de la ubicuidad de elementos tradicionales dentro de un sociedad que se alimenta a base de actualizaciones periódicas, cada vez más cercanas entre sí, de todo tipo de accesorios creados previamente a la necesidad de su uso, obliga a plantearse determinadas funciones de lo nuevo y su relación con lo previo.

Ante la renovación constante de modos de ver, entender, estudiar, archivar, disfrutar… la realidad, sólo queda la aclimatación perpetua, la refundación periódica de sus bases. La pintura es un ejemplo idóneo de ello. Plural en estilos y contenidos y a la vez limitada en su planitud, arcaica y en constante experimentación, aburguesada y siempre joven, ventana de representación y pozo ciego de interpretación… Si dejamos al margen la nada desdeñable intención de cualquier pintor a erigirse artista, es decir, a vivir de su trabajo en ese difícil equilibrio entre la creatividad y la producción necesaria para mantenerse en los circuitos comerciales, la práctica pictórica parece buscar cierta ralentización de la mirada. Y, también, de los acontecimientos que la rodean. Aunque no falten ejemplos para asegurar también la antítesis de esta argumentación, en especial por el gran número de pintores que producen sin parar como un intento de que la experiencia se funda con la producción, la pintura obliga a detenerse porque muestra la irrealidad. Nada puede ser más irreal que una pintura, por muy híper-realista que se etiquete. Es decir, la pintura exige detenerse delante, pararse a mirar y comprender, opinar sobre las referencias que induce, sobre la caligrafía del pintor, sobre la importancia de ese gesto.

Es por este poder intrínseco del medio, por lo que la pintura debe ser criticada y cuestionada sin fin. Precisamente porque la capacidad de ser final-origen en sí misma la coloca en el peligroso borde del ensimismamiento, es decir, la acción por la que mirarse a sí misma con las orejeras puestas. En principio y aisladamente, esto no representa ningún problema; salvo que pese a estas lógicas limitaciones, por las que en muchos casos lo circundante -entendido como un agente social activo e interrelacionado- es mero convidado de piedra, la pintura siga viendo como amenaza la necesaria inclusión de nuevos lenguajes en el terreno de la representación. Nuevos lenguajes que, al margen de la avidez del arte por lo novedoso, también se ajustan mejor a las necesidades de esta sociedad cambiante. Por otro lado, en la interpretación del concepto “circundante” aquí descrita es lógico que se encuentren discrepancias. Pues lo circundante tanto puede ser aquello que existe de manera inevitable, el paisaje por ejemplo, como puede involucrar el porqué de ciertas acciones sobre él, la transformación del territorio, sin ir más lejos. La pequeña-gran diferencia estriba en el modo en que aceptemos eso circundante y en cómo nos afecte. Se abriría aquí un nuevo debate: entender la práctica artística como algo consustancial a la vida, íntimamente ligada y sensible a ella, o entenderla como principio y fin en sí misma, que tomara las experiencias vitales como elementos pertenecientes a un campo que no afecta directamente a su práctica.

Hay todavía otro elemento que cabe reseñar. Se hablaba un poco más arriba de cómo esta “sociedad informacional” y digitalizada genera productos y servicios antes de la demanda de su uso. Es decir, contagia su necesidad incluso antes de que los usuarios (clientes) tengan la impresión de que necesitan dicho producto o servicios. No parece que esto pueda servir en el caso de la pintura, y es una peculiaridad tan acertada como anacrónica. Cuando un grupo heterogéneo de pintores jóvenes deciden agruparse en sus diferencias y emplean herramientas tecnológicas para convertirse casi en movimiento artístico, surgiendo de un espacio tan singular y variopinto como Sevilla, se tiene la impresión de que no existe una construcción previa en cuanto que grupo, ni una impostura al respecto de su fundación. Parecen haberse dado determinadas situaciones sociales, artísticas, geográficas, académicas, personales… como para que surja una necesidad de agruparse en torno a un deseo. Si este deseo quiere emular el de otros movimientos generacionales previos (dentro o fuera de los propios límites de su Sevilla natal) o si desarrolla un cariz propio; si se mantiene como grupo en el cual caben todas las diferencias o acabará concretando su radio de acción… son derivaciones de un deseo ahora, y aquí, únicamente indicados.

En cualquier caso, las preguntas que lanzábamos al inicio (¿Qué pintar? ¿Por qué pintar?) parecen encontrar algo similar a una respuesta. No concreta, no definitiva, pero respuesta al fin y al cabo. Pintar todo lo que pueda representarse; ¿Por qué? Tal vez porque la práctica pictórica, en relación con esa máxima de Serge Tisseron sobre la práctica fotográfica [1 Serge Tisseron: El misterio de la cámara lúcida. Fotografía e inconsciente. Ed. Universidad de Salamanca. Salamanca, 2000], posee también una cualidad terapéutica que la entronca con la vida. La acción de pintar, su desarrollo, respondería a una necesidad vital, a una forma de entender lo circundante, a un modo –tal vez el único- de preguntarse de nuevo por las cosas.