Publicado en Posdata, suplemento cultural del Levante-EMV, con motivo de la exposición de Javier Velasco en la Sala La Gallera, Valencia. 6 de julio de 2012.
En su necesidad de expandirse y asà generar otra realidad ajena a la tradicionalmente representada, el arte visual contemporáneo encuentra en las instalaciones especÃficas la posibilidad de ser principio y fin en sà mismo. Esto, sin embargo, no obvia la contextualización, es decir, no puede suponer un ensimismamiento del propio lenguaje; muy al contrario, su presencia debe estar contrastada con aquello que es capaz de generarla y rebatirla, a un tiempo, y se hace imprescindible el diálogo entre aquello que representa y el modo como lo hace. Es ahÃ, en el modo de hacerse presencia, donde la contextualización aflora, situando el análisis de su tema en una cuestión contemporánea, es decir, que sucede e incide en el momento en el que se realiza.
Javier Velasco (La LÃnea de la Concepción, Cádiz, 1963) presenta en La Gallera El séptimo cÃrculo, en referencia a la obra de Dante Alighieri La Divina Comedia. El capÃtulo del Infierno habla de que éste se conforma por nueve cÃrculos concéntricos, cada uno de los cuales está habitado por un tipo concreto de pecador. El séptimo, a su vez, se divide en tres, está rodeado por el Flegetonte, un rÃo de sangre, y lo vigila el Minotauro. En ellos penan su castigo, respectivamente: los violentos, los violentos contra sà mismos, es decir los suicidas, y los violentos contra Dios, la naturaleza y la sociedad.
Esta simbologÃa del castigo y el sufrimiento humanos ha querido representarla J. Velasco en el espacio a su vez simbólico de La Gallera. La arquitectura de la sala potencia la espectacularización del sufrimiento, convertido en el objeto central de un panóptico a escala de los gallos que lo ocuparon. La instalación principal se conforma de decenas de ramificaciones colgantes elaboradas en cristal rojo de Murano, pendientes sobre las cabezas de los espectadores, que bien pueden interpretarse como venas o ramas ensangrentadas. La luz roja de la sala potencia la ambientación sanguÃnea y genera un cÃrculo encarnado en el suelo central de la sala.
La representación del séptimo cÃrculo de Dante que realiza Velasco es muda, está ausente de sonido o ruido y aquà radica una de las paradojas de la instalación. Un rÃo de sangre custodiado por el Minotauro sonarÃa, como suenan los tercetos endecasÃlabos que conforman los 33 cánticos del Inferno dantesco. El rugido de la sangre podrÃa competir, y tal vez vencer en sonoridad, al del propio animal mitológico, lo que nos lleva a imaginar este infierno como una condena y un sufrimiento personales, Ãntimos, ahora exteriorizados. De hecho Fernando Castro, en uno de los textos que componen el catálogo de la muestra, habla de las ramificaciones colgantes como lágrimas, un elemento ya empleado por el artista, al igual que las ramas negras, en otras instalaciones.
En el piso superior, seis dibujos de grandes proporciones ocupan sendos lados del poliedro de la sala, y están realizados con mercurocromo y la colaboración de “dieciocho manosâ€. Es decir, al sangrante vidrio del hueco central se le suman el gesto pueril de la sanación o la cura del mercurocromo, como si la ayuda de los colaboradores –cuyo proceso documental de trabajo se presenta un una proyección vertical de idéntico tamaño que los dibujos y tres monitores más pequeños– fuera un cierto remedio a la condena del infierno personal. La instalación de J. Velasco evita la contextualización contemporánea, pues el infierno actual quedarÃa mejor representado por el octavo cÃrculo, que Dante destinó a los fraudulentos: una sÃntesis casi perfecta entre la clase polÃtica y la financiera.