Valor documental en el filme de Agnès Varda Cléo de 5 à 7 (1961)
Revista Lars, cultura y ciudad, nº21. Puentes, diálogos urbanos. Diciembre de 2010.
Las ciudades y el cinematógrafo han ido estrechamente unidos desde el nacimiento de ese medio de masas que revolucionó nuestro modo de observar y registrar lo externo, asà como de vernos reflejados en otros. Los trabajadores saliendo de la fábrica Lumière o la llegada del tren a la estación muestran de forma clara, ya en los primerÃsimos inicios, la relación entre ambos universos, uno descendiente del otro, en un momento social que permitió -de modo similar a como Arthur C. Danto explica el fenómeno de la Caja Brillo de Andy Warhol– la posibilidad de su desarrollo en ParÃs y en otras grandes ciudades occidentales de finales del siglo XIX. La diferencia entre ambos momentos es evidente, asà como su comparación tal vez se demuestre exagerada, pero viene a reforzar la importancia del contexto social, histórico y polÃtico de determinados sucesos analizados en perspectiva. La trascendencia de la expansión del cine como medio de masas (y asà pues de cariz netamente popular) no puede equipararse a la influencia de una sola obra artÃstica (de carácter y asimilación elitistas), por más que ésta haya sido importante, tal vez comparable a la fuente duchampiana, pero viene a abundar en la idea de que una sociedad asume y permite aquello que está preparada para aceptar y asumir, pese a las fuerzas retardatarias de costumbre.
El concepto «valor documental» lo definió el teórico y documentalista escocés John Grierson en 1926 tras el visionado de Moana, de Robert Flaherty. Como especifican Jack C. Ellis y Betsy A. McLane en su libro A New History of Documentary Film: «Moana llevó a Grierson (…) a diseñar un nuevo uso de la palabra documental. Él introdujo el término por casualidad, empleándolo como adjetivo, en la primera frase del segundo párrafo de su crónica en The New York Sun (8 de febrero de 1926): ‘Por supuesto, Moana siendo un recuento visual de eventos en el quehacer diario de una joven polinesia y su familia, posee valor documental’. Posteriormente, Grierson definirÃa el término documental como «el tratamiento creativo de la realidad», lo que para Ellis y McLane explica que Grierson «tendrÃa que estar pensando en el significado moderno de documento -que significa un registro que es auténtico y comprobable-» ya que «el término documental tiene como raÃz la palabra documento, que deriva del latÃn docere, enseñar.» Otra hipótesis para los teóricos estadounidense es que «tal vez Grierson estuviera también pensando en el uso francés de documentaire para distinguir las trabajadas pelÃculas de viaje [serious travelogues] de otro tipo de pelÃculas que incluÃan meras vistas escénicas.» En cualquier caso, «Grierson fue amoldando el término desde su uso inicial hasta volver de nuevo a la anterior definición de enseñanza y propagación, empleando los ‘documentos’ de la vida moderna como material para extender la fe en la democracia social». Junto a sus colegas de la GPO Film Unit Alberto Cavalcanti, Humphrey Jennings o Paul Rotha entre otros, Grierson desarrolló en Gran Bretaña una labor decisiva de documentación sobre los modos de vida y el trabajo de la época destinados a difundir el sistema democrático de Gran Bretaña como el prototipo idóneo de la vida en sociedad, frente a las prácticas comunitarias soviéticas o las totalizadoras del Tercer Reich alemán, ya claramente perfiladas y en expansión.
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Arthur C. Danto, El abuso de la belleza, Paidós Ibérica, Barcelona, 2005, págs. 15-16: «Apenas habÃan pasado unos años desde que el producto se introdujera en el mercado norteamericano. DifÃcilmente la Caja Brillo hubiera podido anticiparse a aquello que le dio su significado. Es posible imaginar un objeto aparecido un siglo antes y en todo idéntico al que nos ocupa; dicho objeto, sin embargo, no se podrÃa haber inspirado en los significados asociados que dieron pie a la Caja Brillo como obra de arte. Y no sólo ese mismo objeto no hubiera podido ser la misma obra de arte que serÃa luego en 1964; cuesta imaginar cómo en 1864 hubiera podido ser una obra de arte en modo alguno. Ya costó en 1964 que muchos la aceptaran como obra de arte y eso que, para entonces, se habÃa abierto al menos una brecha para que determinada franja del mundo artÃstico pudiera aceptarla sin reservas como arte».
Jack C. Ellis y Betsy A. McLane, A New History of Documentary Film, The Continuum Int. Pub. Group, Nueva York, 2005, pág. 3.