Valencia, vacía de contemporaneidad

La relación de la ciudad de Valencia con la cultura contemporánea ha ido metamorfoseándose durante los últimos treinta años, al ritmo marcado por los cambios sociopolíticos y económicos. La explosión de los años ochenta, cuando todo estaba por hacer y se asentaron las bases institucionales que aún, grosso modo, perduran aunque se hayan vaciado de contenido y se encuentren exentas de planificación, dio paso al aparente subidón de los años zaplanistas: políticas neo-liberales de la cultura para demostrar que a la derecha también le importaba estar a la moda, costase lo que costase. Seguramente habían escuchado la sintonía de que la cultura era un potencial económico, pero la letra no consiguieron aprendérsela. Esta actitud anfetamínica derivó en la calma chicha que impulsó con ahínco el Ex-Molt Honorable Paco Camps y que, ahora, con la fatídica crisis financiera, ha devenido en una suerte de destino macabro. Grandes eventos en lugar de cultura de base. Es decir, publicidad mundial a precio de oro en lugar de la generación de redes estables mucho más económicas y, tal vez por ello, menos golosas. Está por ver que los cruceros de lujo nos saquen de pobres.

En el mundo del arte plástico y visual, la situación es hoy por hoy, muy delicada. En la Comunitat Valenciana, a nadie le duelen prendas gastarse lo que haga falta para traer un cuadro –uno solo y permítanme, uno más– de Joaquín Sorolla mientras que, aprovechando que la recesión ha llegado para quedarse, en pocos días se desmantela el despropósito en que había devenido la Mostra de Cinema del Mediterrani y al Festival VEO se le envía a galeras. La Sala Parpalló languidece en su tercer o cuarto destierro en el Centre de la Beneficència porque no había dinero para mantener el alquiler del antiguo refectorio del Convento de la Trinidad. Los algo más de 250.000 € de presupuesto que necesita este espacio para realizar exposiciones, organizar seminarios, conferencias y ciclos de cine durante un año, son algo más de la mitad de lo que cuesta mantener el Puente de las Flores. Es solo un ejemplo, pero significativo, que evidencia cómo el ornato vacuo y obediente reta y gana a la cultura contemporánea que, en términos generales, no es ni una cosa, ni mucho menos la otra.

El pasado viernes 4 de noviembre, dentro de las III Jornadas de Investigación Hacer y dejar hacer, celebradas en la Facultat de Filologia, se organizó una mesa redonda con responsables culturales de los grupos políticos representados en les Corts Valencianes. La diputada por el Partido Popular, María José Catalá Verdet, excusó su asistencia y nadie de su partido acudió en su lugar. Una vez más, los allí presentes, profesionales y futuros profesionales de la cultura de esta Comunidad, nos quedamos sin un interlocutor del partido más votado y, por lo tanto, de quien decide unilateralmente y ejecuta las políticas culturales, a quien deseábamos lanzarle muchas preguntas y oír de su boca algunas respuestas. Una vez más, el PP demostró su desapego y desconocimiento de la cultura contemporánea, su alergia patológica a debatir sobre políticas culturales y su poca cintura democrática.

Al PPCV no le interesa lo contemporáneo porque está vivo y es coetáneo a sus políticas. De hecho, le resulta tremendamente molesto. La cultura, cuando está viva, es decir, cuando representa algo y mucho más que un mero cuadro de un artista muerto hace casi un siglo, es incisiva, curiosa, cuestionadora e incómoda. Es más, debe serlo. Lo que no está escrito en ningún manual de política es que los políticos deban huir de ella –y de los agentes activos que la generan– como quien lo hiciera del mismísimo diablo, evitando incluso los foros cuya asistencia está cubierta no sólo por el sueldo que todavía cobran, sino también por su propia responsabilidad como gestores de lo público.