Fascinante ruina del mundo

Texto realizado con motivo del proyecto Entre escombros, de Jaime Belda.

Construir el relato de un pasado que nos ayude a identificarnos en el presente es la propia práctica de la Historia, así como su vulnerabilidad: la deformación voluntaria o el olvido ayudarán a propiciar una repetición nefasta de aquello que ocurre de manera inevitable, fuera de control. Las guerras y el sufrimiento aparecen como una consecuencia lógica de nuestra presencia en el mundo y, haciendo un análisis retrospectivo, los períodos de violencia han sido mucho más frecuentes y extensos que los de paz. El filme de Roberto Rosselini Alemania, año cero (Germania anno zero, 1948) se desenvuelve en Berlín tres años después de concluida la II Guerra mundial, mostrando la ciudad aún devastada y en proceso incipiente de reconstrucción. Los títulos de crédito, al inicio, aparecen por encima de unas escenas rodadas en travelling como si fueran fantasmas anunciadores, o bien jueces incorruptibles, de aquello que es puro escombro. La ciudad arrasada, deformada y en ruinas. Hay una irreprimible fascinación en ello. También una gran necesidad de convertirlo en relato, en cuento, en historia, para poder contarlo y que sea asimilado, generando un distanciamiento que nos permita continuar adelante. En la década de los noventa, Grabielle Basilico –junto con otros cinco fotógrafos– recibió el encargo de retratar la devastación de Beirut. Basilico lo realiza con un equilibrio idóneo de distancia e implicación. En este caso, las marcas de las metrallas y las bombas sobre la superficie de las fachadas actúan como estigmas del horror: los edificios mostrados como rostros desahuciados y las calles desiertas como cuerpos dejados a la intemperie. La arquitectura no representa la funcionalidad de su construcción, sino más bien la inoperancia, ornamental y vacua, de su destrucción.

La ruina es el espacio de la devastación, pero también el del renacimiento, la base sobre la que iniciar algo nuevo que tendrá en lo previo, en lo anterior, el modelo a seguir o, por el contrario, algo que rechazar frontalmente. Escribe W. G. Sebald en su análisis Sobre la historia natural de la destrucción que en las ciudades alemanas arrasadas durante los ataques aéreos aliados, ya convertidas en escombros, los habitantes se movían entre ellos como si siempre hubieran estado allí; parecían acostumbrados a ellos. Y continúa diciendo: “Incluso la muy nombrada literatura de las ruinas, que se había fijado programáticamente un sentido insobornable de la realidad (…) resulta ser, bien mirada, un instrumento ya afinado con la amnesia individual y colectiva, probablemente influido por una autocensura preconsciente, para ocultar un mundo del que era imposible hacerse ya una idea.[1]” Sin duda, la distancia que se genera inmediatamente ante un suceso traumático puede derivar en un intento a toda costa de evitar recordarlo, como si la mente ya no fuera capaz de ubicarse en el mismo momento histórico y traspasar ese dolor nuevamente. El arte, en sus variadas disciplinas y lenguajes, es una herramienta apropiada para la terapia, entendida aquí como distanciamiento y narración del trauma. El añadido está en que tras el duelo, queda el registro.

Una fotografía famosa tomada en 1941, en plena II Guerra mundial, muestra la biblioteca de la Holland House en Londres tras los efectos posteriores a un bombardeo: el techo ha desaparecido, sólo alguna viga se mantiene, así como varias escaleras de mano de madera empleadas para alcanzar los estantes altos, mientras el suelo es un amasijo de escombros. Las dos paredes laterales se han preservado prácticamente intactas, mostrando estanterías repletas de libros. Sobre la descompuesta loma que forman los escombros, tres hombres, cada uno en un lugar de las librerías, miran con detenimiento y paciencia los libros polvorientos; uno de ellos lleva unos cuantos en una mano. Esta imagen redunda en la sensación natural que poseemos para asimilar los desastres y los cambios y con frecuencia se ha relacionado con el temple y la sabiduría de quien sabe racionalizar por encima de lo grotesco. También en esta escena pareciera que la biblioteca siempre hubiera estado así, al menos para los tres usuarios inmortalizados en la imagen.

Parece obvio reconocer que un espacio abandonado no es igual que un espacio devastado. El olvido, en un principio, nada tiene que ver con la aniquilación como acto, ni con el resultado en escombros y vidas perdidas de esa aniquilación. Sin embargo, la imagen consigue recorrer los espacios y el tiempo con suma facilidad, y traernos al presente la cara visible de los hechos. Su gran virtud puede ser también su gran defecto, que es centrarse en mostrar lo que ocurre fascinada por la superficie de las cosas. El cine documental, más que el de ficción, ha basado su análisis y la contextualización de su momento histórico en esa pasión por los sucesos normales, cotidianos, es decir, sociales, que surgen de manera natural de la realidad: su “tratamiento creativo”, como inmortalizó el teórico y realizador John Grierson. La fotografía detiene un momento para eternizarlo (Roland Barthes dixit), de ahí que ese momento se convierta en otra cosa bien distinta al devenir imagen, un presente continuo basado en un pasado ya inexistente.

Los lugares abandonados a su suerte son la base de análisis de la serie Entre escombros, de Jaime Belda. En ellos, el tiempo se hace presente y en ciertos casos, como indicara Marc Augé en El tiempo en ruinas, la naturaleza recupera su espacio, apropiándose de elementos arquitectónicos para atraerlas a su dominio natural y convertirlas en algo híbrido entre naturaleza y cultura. Las imágenes que se integran dentro de la serie son una síntesis entre el tiempo presente de la toma fotográfica y el pasado que representan las escenas. Ese presente se ha esfumado para siempre, y ahora, el nuestro de contemplación, genera una capa más dentro de esta sucesión de etapas temporales. La fotografía efectúa con sumo rigor y enorme facilidad una de las mayores complejidades posibles: convertir algún suceso o lugar inhóspito, cualquier gesto o movimiento, en caso de estudio y motivo de análisis. Ningún lugar o suceso, ningún movimiento o gesto volverán ya a representar lo mismo. La fijación para siempre deviene un ejercicio de interpretación ad infinitum.

Susan Sontag lo definió de esta forma: “(…) encontrar belleza en las fotografías bélicas parece cruel. Pero el paisaje de la devastación sigue siendo un paisaje. En las ruinas hay belleza[2]”. La belleza de las ruinas existe y siempre ha despertado no sólo nostalgia o zozobra, como en determinados momentos del Romanticismo, sino una extraña, por urgente, necesidad de detenerlas, de convertirlas en un momento previo al gran cambio y transformación posteriores. Ese es el sentido que se vislumbró en las fotografías de Eugène Atget posteriormente, mucho más que la representación de simples apuntes o detalles para los pintores que le encargaron parte de su producción fotográfica. Es probable, por otro lado, que las imágenes de Atget sobre ese París que ya no existe, no hubieran tenido tanta influencia de no haberse realizado en el momento en que la gran urbe francesa estaba modificando su fisionomía por completo, auspiciada por el urbanismo del Barón Haussmann. De repente, los apuntes derivaron en documentos históricos.

En las imágenes de Jaime Belda se observa una necesidad por aprehender el lugar, hacerlo propio, convertirlo en imagen; indicando quizás que su existencia y posterior abandono, por encima de propiedades privadas, nos pertenece a todos. Entre los restos, incluyendo los relatos y las novelas, las imágenes grabadas en nuestra memoria, las escenas reconstruidas, la fotografía documental, el arte contemporáneo, todos hemos contribuido a conformar ese paisaje de la desolación y el abandono. Olvidarlo ya es otra cosa. La lucha de la fotografía es contra ese olvido, a favor de la circulación de las ideas que hemos conformado como una sucesión de eventos situados en una línea de tiempo. La soledad de las escenas se puebla con otras que hemos visto previamente; en cierta forma, se llenan de personajes y textos, de discursos e imágenes de archivo, de la posibilidad de una reconstrucción. Es como el reverso de un obra de teatro que no dispusiera de decorados y cuyos actores interpretaran sus roles sobre una tarima desnuda, pendiendo unos objetos sólo imaginarios.

Entre escombros, aunque no cataloga los lugares ni los anuncia, sí los iguala. Es inevitable no pensar en dos aspectos más: el concepto de “no lugar” acuñado por Marc Augé, sólo que aquí el tránsito lo realiza únicamente el tiempo y no los flujos de población, y la deslocalización industrial. Algunos de los escasos letreros que se leen en las imágenes de esta serie hacen referencia a una forma de trabajo ya desaparecida. La deslocalización de gran parte de las empresas de Occidente, ansiosas por encontrar la mayor productividad con la mínima inversión, acuñó el neologismo de memoria industrial. El posfordismo mirando hacia atrás con los ojos empañados en lágrimas de cocodrilo.

La primera serie fotográfica de Jaime Belda aún destila proceso; recién mira por primera vez el abismo de la historia de las imágenes; pide permiso para entrar en el complejo cruce de caminos del arte, pues no es documentalismo, es decir, encuentro, sino búsqueda precisa. Entre escombros aún se mira en el espejo replicante de otras series, de otros autores, de una memoria común; pero se asienta firme, sin tapujos y con la seguridad inexcusable de haber visto con los propios ojos de quien quiere seguir mirando más adelante, allá donde las imágenes se funden con los conceptos.

 


[1] W. G. Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción, Barcelona, Ed. Anagrama, 2003, p.19.

[2] Susan Sontag Ante el dolor de los demás, Madrid, Alfaguara, 2003, p. 89.