Perder, o la eternidad

Publicado en Revista mono #8 Perdedores, mayo de 2007

Existe una cierta plusvalía temporal en el hecho artístico cuando la obra se realiza con la intención de que perdure más allá de la vida de su creador. Este hecho, tradicionalmente ineludible o no cuestionado en origen, adquiere otro cariz bien distinto cuando la obra no se realiza para ese fin, deseándose por el contrario efímera o no perdurable. Numerosos ejemplos del arte desarrollado en especial a partir de los años sesenta del s.XX nos ofrecen una nueva pauta de relación entre artista, obra y audiencia que intenta, como poco, subvertir el concepto de eternidad del medio artístico. Determinados performances, obras de acción, intervenciones en el espacio público… fueron subsumidas por el paso del tiempo salvo en los ejemplos, numerosos por otro lado, en que han quedado registrados de alguna forma física, en especial por fotografías documentales y películas de 8mm, 16mm o vídeo. Hablaríamos entonces de una nueva plusvalía artística post-obra cuando las fotografías y/o las películas realizadas se ofrecen al ávido mercado artístico en forma de ampliaciones desproporcionadas al hecho mismo que retratan o en testimonios audiovisuales que se equiparan con otras producciones realizadas con una finalidad cinematográfica. Convirtiendo en papel mojado la originaria y tal vez firme pretensión de no acabar engrosando los denostados volúmenes de la historia del arte.

Sin embargo, esa ecología intencional de no pertenencia a cierto estatus artístico, que en efecto no llegó por la no aceptación en su momento de determinados trabajos como arte, ha acabado cediendo a su poder de atracción, alcanzando ese mismo estatus –aunque adopte un aspecto casual o incluso desarrapado- desde la disconformidad del archivo. Frente al espacio de la biblioteca, vertical y jerárquico, orgulloso en su concepción como modelo estético y cultural a seguir, Foucault propuso el del archivo, horizontal y rizomático, desparramado y tan vasto en cada uno de sus microanálisis, que resulta imposible no ya retenerlo, sino imaginarlo. 1[MOREY, Miguel: “El lugar de todos los lugares: consideraciones sobre el archivo”, en Registros imposibles: El mal de archivo, Comunidad de Madrid, Madrid, 2006] Una visión individualizada que nos ocupa actualmente por completo, influyendo en nuestros modos de ver y entender el mundo y donde el arte contemporáneo, sensible como pocas materias culturales a las novedades y los cambios rápidos, ha encontrado en ciertas tecnologías aplicadas una horma apropiada a su misión registradora contra el reloj.

La estrecha relación entre artista y obra, es decir, entre su propia biografía y el producto resultante de su labor creativa, en muchos casos hace imposible un deslindamiento de sus campos de acción, convirtiendo ambas prácticas en una labor continua y entrelazada. En no pocos casos las visiones personales de algunos artistas, y así pues sus obras resultantes, han quedado ininteligibles o rechazadas dentro del propio momento histórico en que se produjeron. Revisiones posteriores han situado en lugares apropiados, bien por infra- o sobre-valoración, a determinados artistas y obras, mientras se propagaba la interesada creencia de que la figura del artista casi por decreto debía ir acompañada de una actitud terrible, relacionando la creencia del genio creador a la pervivencia de un malditismo irrefrenable o, por contra, de una actitud cortesana para con el poder y quienes lo ostentan alternativamente. De lo que puede deducirse una fría actitud colectiva de demonizar lo vivo mientras aún colea, para situarlo en otro lugar más resguardado –en ocasiones también más valorado- una vez deglutido su contenido. Perder en vida para, con suerte, acabar engrosando las filas de la eternidad. Lo que en definitiva no parece ser más que una persistente incredulidad generalizada al respecto de la pervivencia y necesidad de la independencia creativa del artista.

En otros casos, esta fina línea divisoria se estira tanto que acaba rompiéndose, convirtiendo un proceso de búsqueda en un hecho concreto de pérdida. El proyecto In Search of the Miraculous (En busca del milagro), del artista holandés Bas Jan Ader 2[Su nombre completo es Bastian Johan Christian Ader (Groningen, Holanda, 4 de abril de 1942)], puede considerarse un caso extremo de pérdida: aquél que implica la propia desaparición del artista en pos de la realización de su obra. Su búsqueda milagrosa debía quedar conformada por la interrelación de tres acciones realizadas por partes, de las cuales sólo pudo completarse la primera, quedando inconclusas las otras dos. La pieza central de la primera, In Search of the Miraculous (One night in Los Angeles), se componía de un conjunto de 18 fotografías en blanco y negro que sintetizaban el recorrido que el artista realizó desde el atardecer al amanecer, desde la autopista hasta la playa de la ciudad californiana. En gran parte de ellas aparece Bas Jan Ader, de espaldas mientras camina más o menos visible en el contexto urbano, y en todas hay una frase sobreimpresionada en blanco sobre la superficie oscura de las fotografías nocturnas. La correlación del texto conforma la letra de la canción Searchin’, del grupo The Coasters, fechada en 1957. 3[“Gonna find her / Gonna find her / Well now if I have to swim the ocean you know I will / and if I have to climb a mountain you know I will / and if she is hiding up on blueberry hill / am I gonna find her still / you know I will cause I’ve been Searchin’ / oh yeh Searchin’ my goodness / Searchin’ everywhich way”. La letra de esta canción, así como parte de los datos que aquí se emplean o las expresiones entrecomilladas, están extraídos del libro Bas Jan Ader. In Search of the Miraculous, Jan Verwoert, Afterall, Londres, 2006, texto del que este breve análisis es deudor] Esta serie fotográfica, realizada en otoño de 1973, se presentó en la Claire Copley Gallery de Los Ángeles en abril de 1975, “como preludio de la travesía atlántica” que pretendía convertirse en la segunda parte de esta trilogía. Durante la inauguración de esta muestra, de título idéntico a la serie, un grupo de los alumnos de Ader de la Universidad de California en Irvine, reunidos como un coro, cantaban una serie de canciones típicas de marineros con el acompañamiento de un piano. Registrado el sonido de la sesión en una cinta magnetofónica, la música reproducida acompañaba las imágenes tomadas del mismo evento, proyectadas entonces como diapositivas durante el tiempo que se mantuvo abierta la exposición y completando de esta forma la primera etapa del proyecto.

La segunda quedó anunciada en el Boletín 89 del espacio Art & Project de Amsterdam, colaborador junto con la Claire Copley Gallery y el Groningen Museum (Groningen, Holanda), del proyecto In Search of the Miraculous. Esta fase consistía en una solitaria travesía atlántica a bordo de un bote pequeño, el Ocean Wave, desde Cape Cod en Massachusets hasta el Land’s End en Inglaterra, partiendo el 9 de julio de 1975. Una vez en Europa completaría la tercera parte de la trilogía: un paseo nocturno por las calles de Amsterdam que quedaría registrado fotográficamente, como un “reflejo” simétrico del realizado en Los Ángeles. En el reverso del anuncio del Boletín de Art & Project figuraba impresa la partitura de A Life on the Ocean Wave, canción realizada en 1838 por el compositor británico Henry Russell a partir de un poema de Epes Sargent. 4[Henry Russell (1812-1900) / Epes Sargent (1813-1880)] De nuevo, como ocurría con el coro de estudiantes, los motivos marineros vuelven a ser protagonistas, en una intención clara de reflejar el mundo de aventura y riesgo romántico que siempre parece haberlos acompañado. Como es sabido, la arriesgada acción de Bas Jan Ader, la travesía atlántica en un bote para un solo ocupante, no pudo completarse. Y así pues, tampoco la tercera y última, el paseo nocturno por las calles de Amsterdam.

El escritor Manuel Rivas aportó información sobre el acontecimiento del encuentro del Ocean Wave, en su concisa y extraordinaria columna El enigma (El País, 23-04-2005). En ella explica que fue el marinero gallego Manuel Castiñeira, patrón del pesquero Eduardo Pondal quien encontró el bote “en las aguas irlandesas del Gran Sol” el 18 de abril de 1976. Atendiendo lo que Jan Verwoert indica en su ensayo, a saber, que durante las tres primeras semanas de travesía se mantuvo la comunicación por radio con el bote y después se perdió para siempre, la pequeña nave anduvo a la deriva nueve meses. Desde finales de julio de 1975 hasta abril de 1976. El día 28 de este mismo mes, Castiñeira entrega el Ocean Wave en el depósito portuario indicado, junto con la documentación que encontró a bordo, incluido el “pasaporte a nombre de Bastian Johan Christian Ader, nacido el 4 de abril de 1942, y con domicilio en el 4207 Franklin Avenue de Los Ángeles”. El patrón no halló ningún chaleco salvavidas ni resto alguno del cuerpo. “Y expresó en voz alta una pregunta que no ha dejado de rebotar en el mar y ahora salta en bibliotecas, centros de arte y una miríada de sitios de Internet: ‘¿Se salvaría su tripulante?’”.

Esta extensa referencia a las particularidades que rodearon el proyecto In Search of the Miraculous, sin duda atractivas y no exentas del halo propio de los mitos, no debe sin embargo alejarnos de la cuestión principal. Aquella que plantea determinados discursos sobre la pérdida con el amargo premio de una eternidad otorgada a posteriori. Un premio de consolación que, siguiendo con el caso paradigmático de Bas Jan Ader, no tanto valora si llegó o no a salvarse, como se preguntaba Castiñeira, cuanto sí el precio que hubo de pagar el proyecto artístico para acabar engrosando los archivos –ya por siempre rizomáticos- del arte contemporáneo. Planteando al mismo tiempo el hecho incontestable de la coherencia del artista ante el compromiso adquirido con su obra. Derrumbados los lindes entre vida y obra, entre muerte y eternidad, Ader coronó con esta acción incompleta una trayectoria corta e intensa que desde sus primeras obras buscaba un tipo de práctica hiper-individualizada y, a la vez, ambigua con el concepto de héroe masculinizado. Es decir, al tiempo que intentaba completar una travesía transoceánica con la austera ayuda de un bote, que hubiera resultado épica de haberse completado, en la obra I’m too sad to tell you (1970-71) rompía a llorar frente a la cámara de cine, presentándose como una persona vulnerable, sensible, desubicada o incluso confusa; o pintaba en la pared la desesperada frase Please, don’t leave me.

Tampoco la aventura de cruzar el Atlántico puede entenderse como una prueba suicida. Ya en 1962, con sólo veinte años, Ader realizó una travesía similar desde Marruecos a Los Ángeles, confiriéndole una experiencia en este terreno que no preveía un desencadenamiento trágico de tal magnitud. En una serie de acciones registradas con cine de 16mm o fotografía realizadas entre 1969 y 1971, el artista aparece, tal como sugiere Jan Verwoert, como un protagonista de películas de cine mudo, un anti-héroe que es la contraposición perfecta a la figura del hombre obsesionado por la búsqueda de lo sublime, tal como perseguía su acción final. En la serie de caídas que Ader realizó y que han quedado filmadas en cortas secuencias cinematográficas, el artista viste con un atuendo muy similar, siempre de oscuro, convirtiéndose casi en un personaje. Ya sea rodando por un tejado (Fall I, Los Angeles), descolgándose desde la rama de un árbol hasta el riachuelo anexo (Broken Fall [Organic] Amsterdamse Bos, Holland), desviando la trayectoria de su bicicleta para caer en un canal (Fall II, Ámsterdam) o situándolo en un interior oscuro (Nightfall), estas acciones repiten una misma intención casi obsesiva: representar el fracaso, el fallo, la imperfección. Y convertir el cuerpo humano en el principal protagonista de las obras y, así pues, del proceso de pérdida y, de una manera mucho más amplia pero igualmente presente, de la finitud humana.

En esta dualidad, por lo tanto, entre la pretensión heroica y la representación emocional de la debilidad no podemos encontrar más que la encarnación de la paradoja humana: la ilimitación imaginativa dentro de un cuerpo físico limitado tendente, como en las caídas de Ader, hacia un final sabido de antemano.