Nico Munuera. Dejar de ser para seguir siendo

Texto realizado con motivo de la exposición No Flags. Galería Max Estrella, Madrid. 4 de septiembre – 18 de octubre 2008

Herbert Read escribía en 1957, en La décima musa: “No hay historia en un cuadro abstracto de Ben Nicholson; y en muchos otros tipos de arte moderno, la historia no es de ese tipo que se presta al explayamiento.” Susan Sontag, en 1964, en su célebre Contra la interpretación anunciaba: “Para evitar la interpretación, el arte puede llegar a ser parodia. O a ser abstracto. O a ser (“simplemente”) decorativo. O a ser no-arte. La huida de la interpretación parece ser característica de la pintura moderna. La pintura abstracta es un intento de no tener contenido, en el sentido ordinario; puesto que no hay contenido, no cabe la interpretación.”

El crítico y escritor inglés se refería realmente a la dificultad de la crítica cuando ésta tiene que abordar el análisis de un tipo de arte que no cuenta una historia concreta, en el sentido de que aquello que muestra no responde ya a una narración previa, sino a un modo de escapar de ella o de no contar nada narrativo, en el sentido clásico del término. Mientras que Read proponía como única y arriesgada vía la interpretación del crítico, Sontag reniega de un tipo muy concreto de interpretación, aquella que abusa de las explicaciones hermenéuticas de la obra y se olvida de su forma, de su modo de ser visible, de su “erótica”, en una palabra.

Paradójicamente, ambos modos de entender la faceta teórica del arte no están tan alejados como pudiera parecer. En los dos casos se defiende un tipo de análisis crítico que sea descriptivo, transparente y, pese a las provocadoras palabras de la escritora estadounidense, también interpretativo. La sutil frontera querríamos situarla, aquí y ahora, entre un tipo de crítica enjuiciadora y prepotente que adolece de ceguera crónica ante los cambios, y la mera descripción tautológica de aquello que queda dicho y sabido con un primer vistazo de la obra en cuestión.

La pintura (antes abstracta) de Nicolás Munuera se ha caracterizado por evitar, podríamos decir que a toda costa, la interpretación. Ha validado y puesto en práctica las afirmaciones de Sontag expresadas casi cuarenta y cinco años atrás. Su trayectoria ha seguido una tradición pictórica que ha estado (y aún está en buena medida) encantada de haberse conocido, pues su discurso es suficiente con su existencia en cuanto que no discursiva. Su evolución ha sido en algunos casos imperceptible; en otros, sutil pero firme, siempre coherente con un modo de hacer microcósmico y especialmente responsable. Se ha querido ver referencias paisajísticas, horizontes, mares, escenas nocturnas… en sus cuadros de composiciones horizontales, pero prevalecía una suerte de lucha y triunfo final contra el medio pictórico, contra un tipo de pintura que todo quiere absorberlo y donde todavía cabe, y se hace necesario, un último rifi-rafe frente a ella.

Nicolás Munuera es también un pintor que ha sabido ser otra cosa íntimamente relacionada: un proyectista de espacios reducidos, mínimos, con exposiciones reales que no jugaban a ser maquetas a escala sino que planteaban un cuestionamiento de la representación misma, portátil y constructiva; un juego basado en instrucciones serias y bien diseñadas. También es un buscador de retales en sus cuadros incompletos, y un decidido pintor sobre papel, donde los pequeños gestos adquieren la importancia de un abecedario de estilos a emplear o devienen obra gráfica reproducible y no por ello menos experimental. Sus sin título huían de la transparencia narrativa, de la información complementaria, mientras que sus títulos se emparentaban en numerosas ocasiones con la música, es decir, reincidían en su carácter abstracto.

La pintura más reciente de N. Munuera, agrupada en esta primera presentación bajo el título genérico No Flags, representa un cambio tan importante como comedido en su trayectoria atendiendo a cómo se realice el análisis, si profundizando o no dentro de su personal microcosmos. Por esta misma razón, la dimensión del cambio será calibrada de muy distinta forma dependiendo desde dónde o de quién provenga dicho análisis y a qué atienda. En un primer acercamiento la comparación entre ambos planteamientos, entre las composiciones horizontales y estas verticales, es como la contemplación de un lago y una cascada o, dicho de otra forma menos gráfica, es la diferencia entre un equilibrio seguro y otro casi siempre difícil. Mientras que los cuadros horizontales reposan casi sin pretenderlo y pueden dedicarse a huir un poco más de las referencias directas, éstos persiguen un equilibrio basado en la inestabilidad, destacando en espacial esa lucha figurada entre colores, aquí cargados con un peso simbólico determinante.
Sin embargo, la evolución o el cambio viene marcado por otro aspecto de mayor trascendencia que el puramente formal o compositivo. Viene dado por la existencia de una historia previa, de una narración que, parafraseando las palabras de Herbert Read, “se presta al explayamiento”. Decir esto, por lo tanto, es también afirmar que ya no eluden la interpretación tanto tiempo esquivada, incumpliendo las certeras palabras de Susan Sontag al respecto del arte abstracto y convirtiéndose, desde un posicionamiento claramente interpretativo, en pintura figurativa. He aquí el gran salto.

No persigue este análisis la distinción entre “abstracto” y “figurativo” como si se tratara de dos categorías estancas y enemistadas entre sí. Más bien, se recurre a ambos lenguajes con la certeza de que se asientan sobre bases diferentes y se definen con palabras también distintas. Tampoco se quiere afirmar con rotundidad que la pintura figurativa es necesariamente narrativa y la abstracta evita las historias, aunque en cierta forma sí parece claro que la primera surge a partir de unos referentes narrativos que no tienen porqué estar presentes, o de forma tan marcada, en la segunda. Y lo que sí se antoja de más difícil discusión es el hecho de que mientras la pintura figurativa no puede esquivar la interpretación, la abstracta más que evitarla, la niega.

La propuesta actual de Nicolás Munuera, dejando al margen el debate de si resulta más o menos importante, más o menos destacada su evolución, surge a partir de una historia. Como ocurre con frecuencia en las trayectorias artísticas, hay momentos en que se presenta la necesidad de cambiar de rumbo y plantearse cuestiones que nunca antes se habían cuestionado. La decisión de virar el encuadre, la mirada, es para el artista un cambio de identidad; una renuncia a seguir replanteando las mismas cuestiones una y otra vez y hacerse en su lugar otras distintas que, con seguridad, derivarán de aquéllas. La aparición de banderas que no corresponden con la identidad nacional del artista es una consecuencia de esa primera idea, pero es la causa de gran parte de los cuadros surgidos desde entonces. Es decir, puesto que el artista persigue un distanciamiento con su pintura anterior, éste se busca a través del referente elegido que, sin embargo, se decide previamente.

Las primeras banderas que surgen son las de Francia, Bélgica e Italia, evolucionando con rapidez desde una clara referencia mimética de sus colores y proporciones, a otras composiciones donde se van deshilachando los paños, al tiempo que simbólicamente empiezan a aparecer otros tonos por debajo, simulando una lucha entre opuestos que sigue latente. La utilización de sus colores corporativos también va dejando paso a otros contaminados con platas y oros que emborronan –o actúan de forma contra producente a su supuesta connotación celebrativa– su claridad clásica. La fricción entre colores se da especialmente en los espacios liminares entre zonas monocromáticas, que representan las franjas verticales de estas banderas, pero también en las mesetas que crean las masas de color. Es en estas partes donde más patente se hace la lucha entre capas, que podemos leer como etapas históricas, sedimentos culturales, políticos, sociales, luchas y evanescencias que quedan tapados, disimulados, por la oficialidad de los colores representativos, pero que emanan, siquiera en espacios limítrofes, desde el fondo a la superficie.

Como era de prever en un tipo de trabajo de marcado carácter procesual, la fidelidad a una historia previa acaba pronto y la pintura evoluciona hacia la constatación de un cambio de identidad. Incluso un cuadro emplea colores que remiten a la bandera española pero que, al representarse en vertical, desafía su simbología nacional. Los desvíos de la oficialidad se dan desde casi el principio en esta serie de cuadros que van demandando cada vez un tamaño mayor, necesitando en ocasiones de grandes dípticos para dejar de ser representación y convertirse en espacio. La referencia al escenario es otra característica de esta evolución, donde las franjas verticales pasan de representar banderas a empezar a conformar espacios indeterminados, sin principio ni fin, pero con numerosas etapas intermedias.

Una última apreciación siquiera para dejar este análisis aún más abierto a nuevas y variadas interpretaciones. Existe una voluntad de Nicolás Munuera de negarse a sí mismo negando los títulos o, más acertadamente, colocando la partícula negativa en los títulos de sus cuadros. Al titular No Italy Flag o No France Belgium Flag, por ejemplo, está negando una evidencia o, cuanto menos, está negando la historia previa, esa que le ha permitido transitar de la languidez perpetua de un estanque al riesgo continuo de una cascada. La negación de algo implica la aceptación de ese algo; su negación es un intento de superarlo. Como en ese verso de Octavio Paz “Para que pueda ser, he de ser otro”, el pintor otrora abstracto Nicolás Munuera ha tenido que dejar de ser el Nicolás Munuera reconocible para empezar a ser, ahora desde otra perspectiva y con otro lenguaje pictórico, de nuevo él mismo.