Reconocerse afuera

Texto realizado con motivo de la exposición 20 años, 20 erasmus. Universitat Politècnica de València, diciembre de 2007.

En cualquier toma de decisiones que nos lleva a decantarnos por una opción u otra, sólo podemos intuir la importancia de su gesto, nunca asegurar su dimensión auténtica, su tamaño natural. La inminencia de una decisión parece que necesite una corroboración también inmediata, pero no siempre las cosas son tan rápidas, ni tan acertadas las decisiones, ni podemos esperar que todo lo demás acomode nuestro error en caso de producirse. En esa decisión personal, muchas veces acarreada pese a demasiadas fuerzas retardatarias, podría tal vez leerse parte de nuestro carácter, siempre cambiante y pendiente de una evolución necesaria pero, por alguna extraña razón, también firme y personalizado.

El volumen exacto de una decisión lo mide el tiempo. Sobre su oportunidad o su acierto, sobre el precio que habrá de pagarse en caso de una elección errónea, sobre su idoneidad, sólo tendremos datos conforme el tiempo se haya impuesto; porque es el tiempo el que siempre acaba imponiéndose. Hasta el punto de parecer que estamos formados, moldeados, erosionados o reconstruidos… por efecto del tiempo, pudiendo certificarse su presencia casi exclusivamente por la influencia transformadora que genera en todo lo que toca.

El primer momento decisivo para este análisis se remonta hasta la primera intención de cursar una carrera universitaria como Bellas Artes. ¿Cómo definir esa abstracción? Cada cual debemos situarnos en un momento primigenio, en una situación espaciotemporal en muchos casos olvidada o invisible de tanto como se ha asimilado o quedado cubierta bajo sedimentos posteriores. Una decisión que queríamos que marcara una vida y que ahora, años después, no tanto celebra una elección como deviene una realidad, entendiendo ésta como aquello circundante que afecta nuestras decisiones y nuestros modos de ser y actuar dentro de la sociedad.

Desde que la Escuela de San Carlos mudó a Facultad, los condicionantes sobre la elección de cursar estudios artísticos han variado ostensiblemente. La generación de los primeros becarios Erasmus, hace ahora veinte años, tal vez marque la transición entre la Academia de corte clásico y la imposibilidad de ceñirse nunca más a una sola tendencia. Es decir, entre la aceptación [en ocasiones cuestionada] de unos preceptos académicos y la insumisión actual ante ellos para caer en las brasas de un pragmatismo de alta rentabilidad. También seguramente entre un extendido cuestionamiento funcional por cursar una licenciatura diferente a todas, y en general no bien considerada salvo por una concepción tardo- romántica, y la abierta estetización actual que todo lo impregna y donde todo necesita ser diseñado o pensado desde una óptica estética. Este cambio de paradigma ha modificado la percepción sobre las bellas artes, al tiempo que ha posibilitado una serie de campos de estudio, entre ellos los ligados a las nuevas tecnologías, que presentan tantas posibilidades reales de investigación como el inconveniente de que también éstos puedan acabar institucionalizándose en exceso.

En cualquier caso, a la primera opción selectiva cabe añadir la que aquí nos ocupa: la posibilidad y determinación por salir de la universidad propia para conocer otra europea, con todo lo que sin duda puede implicar este cambio en los modos de estudio y de vida, más aún dentro del ámbito de las carreras artísticas. A diferencia de licenciaturas más técnicas o científicas donde el desarrollo español ha estado limitado durante décadas por los bajos presupuestos destinados a investigación, o en el campo de la Humanidades, exentas de escuelas de pensamiento homologables a las europeas o estadounidenses, en lo referente al arte, España parecía exportar una mirada propia bien definida. Aunque bien es cierto que la cronología de artistas que la abanderaban provenía de la tradición pictórica clásica y concluía en un terreno más propio del arte moderno que del netamente contemporáneo. Esta diferenciación histórica era un matización que, por decirlo de alguna manera, llevábamos aprendida de casa, gracias en parte a los gestos de cambio realizados desde algún departamento que quería anticipar la convergencia europea actual. Por otro lado, su “excepción” o diferencia dentro de Europa era entendida como una concepción folclórica, cuando no asalvajada, propia de un país influido por culturas muy diversas, plural en su concepción de Estado y localizado en el extremo sur del continente.

No es nuestra intención caer en los errores tipificados en casos en que se pretende generar una opinión media extraída del conjunto de sus variables. No se quiere hablar ni desde una visión generacional, ni desde la adscripción a la ciudad de Valencia, por más que existan elementos comunes que relacionen hechos constatados. Desde el punto de vista generacional, porque en veinte años hemos visto formarse de manera espontánea al menos dos generaciones bien definidas de artistas, con numerosos subgrupos que responderían más bien a la afinidad propia, no siempre explicable, de pertenencia a una misma promoción. Tampoco desde el punto de vista geográfico, porque la definición clara de Valencia y de un grupo de educadores que han otorgado a la Facultad de San Carlos un prestigio y una impronta concretas, no puede aislarse de un contexto estatal, europeo y, en última instancia, globalizado.

Del mismo modo, no querría cometerse otro desatino aún más común y más comprometido: el de la mirada nostálgica sobre una situación que, sin duda, es territorio abonado para ella. Tampoco recurrir a elementos biográficos o autobiográficos para ejemplificar lo que debe contarse desde una distancia no sólo generada por el tiempo, sino también por la propia visión crítica. Es por ello que esto no quiere ser la crónica de una experiencia ni el manifiesto de un grupo generacional escrito de manera unipersonal. La distancia tomada, se espera genere una perspectiva y una visión de conjunto; intentaremos no desvirtuar en exceso estas intenciones.

Resulta obvio que no se necesita cursar carrera universitaria alguna para ser artista; y mucho menos para sentirse artista, pues uno de los grandes triunfos del arte contemporáneo es haber podido acabar con las obstrucciones propias de la academia, de la fidelidad al referente, del oficio como trayecto inexcusable hacia la maestría, de la mano como herramienta inequívoca del genio creador, incluso de la práctica como trabajo homologable a la mayoría de empleos remunerados. Tampoco es necesario que, para ser artistas, la carrera que se curse sea Bellas Artes. Otra cosa bien distinta es que, en nuestra inconclusa y en proceso definición de artista, renunciemos a los valores humanistas promovidos por las universidades, a los componentes éticos que nos hacen ciudadanos/as antes que cualquier otra cosa, a los referentes históricos y a la determinante importancia del contexto geopolítico donde habitemos. Si bien estas cualidades no son exclusivas de la Universidad y se pueden adquirir en ámbitos muy diversos de la vida, sí debieran ser prioridades inexcusables de ella, por encima del pragmatismo empresarial que se ha ido imponiendo como fin principal de cualquier carrera universitaria que se precie.

No puede negarse, por otro lado, que de los hervideros de proyectos y reflexiones que son las universidades pervive, a través del tiempo, una común afinidad a un grupo. Un sentimiento de colectividad que se mantiene al margen de lo mero generacional y en el cual se asientan amistades duraderas, proyectos colectivos y también, quién lo duda, grandes decepciones y fracasos. La micro-sociedad en que devienen los colectivos, bien sean del tamaño de los integrantes de una misma clase, de las promociones enteras o de un grupo reducido de elementos, no es sino una simulación del mundo exterior. La burbuja de protección que generan las instituciones universitarias durante los años académicos desaparece de golpe una vez terminados los estudios. La institucionalización de los nuevos licenciados es un arma de doble de filo, pues inicia un cambio lento con mucho menor determinación que augura la fidelidad a un sistema, cada vez más compacto en su finalidad materialista y más difuso en los modos de alcanzarla.

Uno de los aspectos más destacables de esta titulación no necesaria, de esta práctica no siempre practicada en el sentido literal del término, es la negación de su importancia y su auto-reafirmación constante. No es una paradoja. Ante la supresión de su posibilidad de no ser que las instituciones le imponen, el arte no ha hecho sino aportar motivos para dejar de ser de la forma que la institución esperaba que fuera. Recorre gran parte de la historia del arte, y muy concretamente la más reciente, la pretensión de escabullirse de las etiquetas y las nomenclaturas. Si bien, todo ha acabado sucumbiendo ante la institución, hoy disfrazada de arquitectura transparente como un vacío o recubierta de colores como un arco-iris cartesiano. Hasta el activismo, término fácilmente intercambiable en este contexto por el de artivismo, se ha rendido a la tranquilidad sorda de las vitrinas y los aparadores, lejos de la turba de lo urbano, durmiendo tal vez el sueño de los justos.

Aun así, las escuelas de arte, con ese espíritu que la Universidad tal vez haya legitimado pero también desafilado, son el punto de conexión, de partida, de encuentro… de un conjunto de personas sin una expectativa previamente fijada, pero con un trayecto de búsqueda bien definido por su empeño in progress y una actitud a prueba de obstáculos. La posibilidad que ofrece un intercambio como las becas Erasmus potencia estas cualidades de estudio y desprendimiento de lo conocido en la aventura de reconocerse en lo externo, también en lo extraño.

Podríamos interpretar de manera interesada la hipótesis que plantea Paul Ricoeur a propósito del concepto de reconocimiento. En su libro Caminos del reconocimiento, el pensador francés plantea que “los usos filosóficos potenciales del verbo “reconocer” pueden ordenarse según una trayectoria que va desde el uso en la voz activa hasta el uso en la pasiva”. Y se reafirma, añadiendo que “este trastocamiento en el plano gramatical llevaría la huella de un trastocamiento de igual amplitud en el plano filosófico”1[RICOEUR, Paul: Caminos del reconocimiento, Madrid, Trotta, 2005, pp.31-32]. Nuestra utilización de esta hipótesis sería emplear la diferencia entre las voces activa y pasiva del concepto para ubicarlo en el terreno del arte, en el más amplio sentido del término, incluso y sobre todo cuando éste se relaciona tan íntimamente con la vida de su realizador que cuesta esfuerzo deslindar sus zonas de acción e influencia. Mientras que con la voz activa, la acción de reconocer “expresa una pretensión […] de ejercer un dominio intelectual sobre el campo de las significaciones”; la pasiva, es decir, “la exigencia de reconocimiento [,] expresa una expectativa que puede ser satisfecha sólo en cuanto reconocimiento mutuo”.

El título de este análisis es deudor de esa voz doble en lo referente al término “reconocerse”, aunque planteado de forma distinta, “trastocada”, por emplear el mismo concepto que Ricoeur. En este contexto, reconocerse es la comprensión de uno/a mismo/a al exponerse en un medio público. Este ámbito va variando, ampliándose y volviéndose más complejo conforme vamos haciéndonos adultos; derivando del núcleo familiar al escolar, y de éste al universitario y/o laboral. Variando todavía más cuando esta exposición (en el sentido de “peligro que existe en hacer cierta cosa”) 2[Acepción 9ª de la palabra “exposición” del Diccionario de uso del español de María Moliner. Tomo A-H, p. 1258] ante lo no conocido se realiza en un lugar donde, por regla general, no se domina el idioma ni se conocen las costumbres de sus habitantes. De esta forma, reconocerse es volver a conocerse uno/a mismo/a en un contexto todavía no conocido.

Al hecho de reconocer un contexto y añadirle la acción reflexiva de reconocerse a sí, cabría anexionarle la voz pasiva de ser reconocido en ese contexto, tanto por los demás como, de nuevo, por uno/a mismo/a en relación con ellos. Podemos aportar un nuevo giro al término para definir el reconocimiento que supone esta selección de ex-estudiantes Erasmus en su vigésimo aniversario como programa de intercambio, una celebración sin duda alguna merecida. A la sabida dificultad de la selección, limitada y bienintencionada dentro de la lógica subjetividad, cabe añadírsele el sentido de este reconocimiento. En este punto cabe hacer una matización. Por más que pueda contenerse en esta selección una validación del trabajo que cada uno/a está realizando en la actualidad, el reconocimiento quiere leerse aquí como una vuelta a vernos en aquel momento, más o menos lejano en el tiempo, de concesión y disfrute de la beca. Es decir, más que atendiendo a los motivos internos de la selección, se quiere proponer la visión distanciada a ese reconocimiento, desde el momento presente.

Todo lo cual, aunque de forma tangencial, quisiera destacar la capacidad polifacética en que han ido derivando los estudios artísticos en la Facultad de Bellas Artes, atendiendo a su “puesta en práctica” en el específico terreno cultural contemporáneo. Esta cualidad puede comprobarse por el recorrido de los seleccionados, mero botón de muestra entre la interdisciplinaridad de sus licenciados anuales, entre los que encontramos pintores, escultores, teóricos y críticos de diversas disciplinas, actores y actrices, bailarines y coreógrafas, músicos, cantantes, performers, ilustradores, editores, diseñadores gráficos, industriales, de moda, escenógrafos, vídeo artistas, poetas y dramaturgos, cineastas, escritores, restauradores, novelistas y humoristas gráficos, comisarios de exposiciones, docentes, galeristas, activistas, etc… al margen de una infinidad de profesiones alternativas no necesariamente relacionadas con el ámbito cultural que tanto pueden significar una renuncia imperativa como una salvación.

Esta diversidad de opciones, la posibilidad de que cada cual pueda encontrar su espacio dentro del tumultuoso y multiforme mundo cultural, es un valor que necesita cuidados especiales. Enlaza con la importancia de las decisiones y el tiempo necesario para valorar aciertos o equivocaciones, asentándose como lo hace sobre territorios más bien movedizos, con infraestructuras frágiles y unas posibilidades reales de salir adelante más bien precarias. Por todo ello, las universidades deben seguir adquiriendo compromisos, consiguiendo intercambios, perfeccionando sistemas educativos con tino y paciencia para llevarlos a cabo y analizarlos con perspectiva, ayudando de este modo a que las bases puedan ir desarrollándose sin la amenaza que supone la ausencia de salidas. Aunque, del mismo modo, plenamente conscientes de la superficie sobre la que pisan.

En ese reconocimiento personal, mezcla de recuerdo de la experiencia de intercambio y constatación del recorrido realizado desde entonces hasta ahora, sobresale un sentimiento de voluntad. Similar, de alguna forma, al del grupo de alumnos flamencos [del siglo XVIII] que Jacques Rancière describe en El maestro ignorante. Éstos aprendieron francés a partir de la lectura y relecturas del Telémaco de Fénelon en edición bilingüe, sin la explicación intermediaria del maestro Joseph Jacotot, que asumió su cargo de profesor sin conocer el idioma holandés. Lo sorprendente de la situación no sólo hacía referencia a la posibilidad alguna de que aprendieran el idioma, a base de ensayo-error contrastando ambas interpretaciones del texto y mejorando conforme avanzaba su trama, sino que emplearan para explicarse en su nuevo idioma “frases de escritores y no de escolares” […] “Este método de la igualdad era principalmente un método de la voluntad. Se podía aprender solo y sin maestro explicador cuando se quería, o por la tensión del propio deseo o por la dificultad de la situación.”3[RANCIÈRE, Jacques: El maestro ignorante, Barcelona, Laertes, 2002, pp. 12, 21-22]. Deseo y voluntad, dos características que bien podrían resumir algunas de las experiencias de entonces vistas ahora, leídas a vuela pluma y extraídas de un enjambre de recuerdos bien físicos como fotografías, bien evanescentes como una evocación. Porque es el tiempo, siempre, lo que acaba imponiéndose.