Tres fotografías de Nobuyoshi Araki

Catálogo de la exposición Barcelona Colecciona, Fundación Francisco Godia, Barcelona, diciembre de 2011.

1. Flores

Aprender a mirar es una labor que dura toda la vida, haciéndose más sofisticados los métodos de observación, ampliándose el microcosmos que actúa como motivo de análisis y, en general, sensibilizando la mirada para captar todo aquello que se nos muestra delante. Con la observación y el análisis fotográfico, la cuestión no es sino más compleja, pues todo lo que allí vemos, en ese espacio recortado, traductor e intérprete de la realidad, es susceptible de ser visto, remirado y analizado hasta el límite.

Araki es un fotógrafo de contrastes. De ahí que junto a imágenes de jóvenes japonesas, semi-desnudas o desnudas por completo, atadas o sin atar, obligadas o no a ser o parecer sumisas, Araki también haga fotografías de flores secas. En sus ya clásicos libros Sentimental Journey y Winter Journey el fotógrafo mostraba la luna de miel con su esposa en 1971, en el primero, y la muerte de Yoko en el segundo, a través de sus últimos días, casi veinte años después. La vida y la muerte, sin duda, pertenecen al mismo ámbito existencial, de ahí que se enlacen inseparablemente.

Al mirar el florero de rosas y hojas de helecho secas, resulta difícil no querer imaginar, al mismo tiempo, como un contraste necesario, el primer momento de ese ramo, de flores turgentes, de hojas y ramas erguidas. La fotografía en blanco y negro admite el color en la memoria, de la memoria, tomado del archivo mental o del ejemplo cercano que se nos aparece. Vemos las rosas rojas, sus tallos y hojas verdes… vemos la vida plena en ese momento de decrepitud de las flores que Araki nos ofrece y entendemos que es posible interpretar la fotografía no sólo por lo que muestra y esconde, sino también por lo que pudo que fuera, en ese momento anterior a su fijación cronológica, ya devenido historia.

 

2. Japonesa atada

La fotografía nos interpela desde su estatismo a posicionarnos activamente ante lo que nos muestra. Por ese motivo, la ética del fotógrafo, la del espectador, se ponen en tela de juicio, continuamente se cuestionan y se comparan. Es posible que alguien, por otro lado, pueda contemplar las imágenes sin tomar partido, observarlas de manera clínica, como quien disecciona un animal en un laboratorio. ¿No es el arte, además de un lenguaje visual, un catalogador de humores, de sentimientos en jaque?

Cuando Roland Barthes definió los modos de influencia que tiene una imagen para quien la observa, sus ya clásicos conceptos de studium y punctum, estaba hablando de humores, de detalles que nos interpelan, de modos de mirar una imagen que, curiosamente, enlazan con sus teorías sobre la muerte del autor en literatura. Es el observador, en este caso, el que nace tras la muerte del artista. No desaparece su nombre, ni su influencia, ni la plusvalía que genera su actitud en sus obras; pero sí muere su presencia en la manera de mirar del espectador. No está allí, ni debe intentar estarlo, cuando quien mira una imagen está en soledad con ésta.

Cuando miro Japonesa atada de Araki, su mirada me busca y me encuentra; es después cuando me fijo en su pechos atrapados entre las vueltas de la cuerda, marcando sus pezones y exigiendo un posicionamiento ético ante su postura, ante lo que intuímos como una mezcla de dolor y placer. Puesto que la fotografía es fragmentación, es conveniente mirar detalladamente todo lo que el fragmento ofrece e intentar hacer el ejercicio barthesiano de encontrar el punctum, si lo hubiera, de la imagen. Yo encuentro tres en ésta: la cuerda desapareciendo, ya desenfocada, en el ángulo superior izquierdo; los granos en la frente de la chica, que delatan su edad y, sobre todo, el colgante de la cadena en su cuello, desafiando la fuerza de la gravedad e indicándonos una postura. En definitiva, diciéndonos más de aquello que no vemos que de aquello que se nos muestra.

 

3. Kaori

Un políptico de veinte imágenes nos presentan a Kaori con primeros planos de su cara, planos medios y largos mostrando su cuerpo desnudo, contoneándose o bien portando un vestido, tumbada en el suelo en diferentes ambientes, de pie frente a la cámara… Estas veinte imágenes no nos dicen quién es Kaori, pero sí cómo se comporta frente a la cámara, la complicidad que tiene con Araki, un gran seductor y conseguidor de imágenes atractivas y desconcertantes. El empleo del modelo políptico nos puede hacer pensar en la fotografía como secuencia de imágenes fijas que anticipan el movimiento, o bien como una narración lineal donde se marcan precisos el planteamiento, el nudo y el desenlace. Pero no en este caso.

En este ejemplo, las partes componen un todo sin narración lineal clara ni pre-definida. La fotografía quizá quiera ser tentativa de complitud, pero deviene en una fragmentación aún mayor de lo que ya es per se, es decir, de lo que se le supone de fragmentaria a la fotografía, siempre potenciando escenas de un mundo a escala para que el público las posea y entienda. Las diferentes vistas de Kaori, en especial en aquellas imágenes donde se percibe con claridad un espacio, nos parecen indicar una cierta omnipresencia de la modelo. Kaori llena el espacio, haga lo que haga, aparezca como aparezca. En este conjunto de imágenes espaciotemporales diversas, Kaori lo es todo para Araki.

Si deseáramos observar las veinte escenas con la intensidad con que se mira una sola imagen, perderíamos el juego. De ahí que aquí, con Kaori, el todo se complete con detalles surgidos de las partes, que nos van moldeando el personaje, queriendo entender su vida o su actitud, pobres espectadores, contemplando la ficción de sus posturas y la teatralidad de sus gestos.