Abriendo puertas, levantando barricadas

Texto realizado para la edición VIII Cabanyal Portes Obertes: Art i ciutadania. Plataforma Salvem El Cabanyal-Canyamelar, octubre 2005

a.
Un plano muestra la morfología de la ciudad de Valencia, con su extensión tal como era en 1883. 1[VVAA: Historia de la ciudad.III. Arquitectura y transformación urbana de la ciudad de Valencia, Ícaro, Ajuntament de València y PUV. Publicacions Universitat de València, Valencia, 2004. En Giménez Baldrés, Enrique: “La arquitectura de la ciudad dispersa”, p. 237] La Valencia de entonces, la Ciutat Vella actual junto con algún otro núcleo de población y los primeros proyectos de expansión tras el derribo de la muralla cristiana en 1868, es en el plano una mancha redondeada, orgánica, con forma de corazón o de núcleo concentrado. Desde ella surge una cuerda tensada que conecta con el Grao, mientras que el caprichoso discurrir del Turia enlaza su principio y fin como un obediente arco. Los poblados marítimos, al discurrir paralelos a la orilla del mar, se escurren de manera tangencial hacia el norte, díscolos y marineros. Esta conexión gráfica del centro de la ciudad con el Puerto y sus poblaciones marítimas (anexionadas al centro en 1899) tanto parece una necesidad mutua como una herramienta de control sobre lo periférico y su conexión con el mar perdida siglos antes, tras la degradada navegación del Turia.

Los planos son transcripciones gráficas de un territorio y su cada vez mayor fidelidad con el modelo que representan no les exime, sin embargo, de ser puntos de partida, tableros o campos de juego para la interpretación de sus formas, que no podrán aislarse de su ubicación geográfica o su situación sociopolítica. Forzando la interpretación de este plano concreto, podríamos relacionar la forma orgánica de Ciutat Vella a la de un ser que alarga su tela de araña o su lengua afiladísima sobre la presa. O también un dueño paternalista que mantiene alimentado y, por tanto, controlado a su subordinado: a la vez querido y utilizado. Paradójicamente, en este plano de la Valencia de 1883 aparece la primera propuesta del Paseo al Mar, hoy Avenida de Blasco Ibáñez. Como una premonición centenaria, más de 120 años después nos encontramos reuniendo textos y expresiones artísticas para siquiera situar una barricada ideológica ante el quebranto municipal de la ley autonómica que consideró en 1993 los barrios de El Cabanyal y Canyameral como Bien de Interés Cultural.

Se puede interpretar también de esta manera: la posición tangencial de los poblados marítimos con respecto del centro y su crecimiento en paralelo al mar, escapando del cordón umbilical que representa el Camino al Grao (inmerso ahora en una polémica reurbanización), necesitaba una segunda cuerda, como una lengua bífida que posibilitara la conexión con las residencias estivales de los veraneantes pudientes, al tiempo que mantuviera intactas las posibilidades de tener todo el frente marítimo controlado. Es una regla de oro de las ciudades que aspiran a convertirse en Grandes Ciudades, pero también un signo inequívoco del poder más cuestionable: definir y controlar todo el territorio. Al mismo tiempo, también de las ciudades contemporáneas se espera un conocimiento (y un reconocimiento) de su idiosincrasia, una apuesta por la particularidad de su morfología, que implica desde luego una preservación de sus espacios naturales, así como un mantenimiento eficaz y saludable de su patrimonio histórico-artístico. De ahí que el exterminio de la huerta alrededor de la ciudad de Valencia, la degradación sistemática de la Albufera, la fallida prevención anti-incendios (en entredicho desde este verano pasado) en la Dehesa de El Saler o el desmembramiento del entramado urbano en los núcleos de barrios históricos, con el ejemplo flagrante de la amenaza constante sobre El Cabanyal, son algunas de las características adversas que debieran hacer recapacitar a quienes han tomado la firme determinación de enlosar por completo nuestra geografía. O, en su defecto, de emplearla como un decorado de cartón piedra donde la arquitectura pierde su sentido y funcionalidad para plegarse bien a los caprichos de los empresarios que explotarán sus servicios, bien a los de los políticos, actuando muchas veces como aquel emperador del cuento, que en realidad iba desnudo y nadie se lo decía. 2[De entre los muchos ejemplos recientes quedémonos al menos con estos: el antiguo balneario de las Arenas, convertido en una interpretación cínica y especulativa de su originaria fisionomía; el Cine Capitol, uno de los mejores ejemplos de arquitectura racionalista de la ciudad (por fuera pero también en su interior, que se ha perdido para siempre); las naves de Tabacalera que, sin pudor alguno, el Ayuntamiento ha declarado exentas del resto de naves y así pues aptas para ser derribadas y reemplazadas por edificios de viviendas de lujo.]

Tras el paso insensibilizado de proyectos urbanísticos realizados con tiralíneas por quienes no pisan la superficie sobre la que proyectan, las edificaciones tradicionales que perviven se convierten en elementos anacrónicos, puestos de feria de un pasado que era necesario erradicar. Y así, las alquerías, las barracas y demás casas populares dispersas entre la huerta, quedan ahora como testimonios insólitos de una forma de vida extinta, insertadas como están entre manzanas de edificios de arquitectura homologada y execrable o como museos temáticos entre jardines de belleza artificial y extensión insuficiente, nada comparables al testimonio temporal de la huerta, hipersensible al paso de las estaciones.
b.
Por otro lado, nadie duda hoy en día del potencial de las ciudades encaradas al mar, esa joya turística que quienes no la tienen anhelan y quienes la poseen explotan hasta la saciedad. Más aún en el caso de la ciudad de Valencia, cuya conexión marítima ha sido históricamente, y en esencia, comercial. Sin embargo, es obvio que este encaramiento no debe hacerse a costa de eliminar particularidades urbanísticas o naturales que, bien planteadas, son mucho más una ventaja que un inconveniente de necesaria extirpación. Tras las operaciones urbanísticas que provocan la degradación de una zona concreta con el fin de que la abandonen sus habitantes y, ya sin vecindad salvo de ocupación irregular, derribar edificios y construir en su lugar otros, busca no sólo la riqueza económica de los promotores y constructores, que es ya un fin palpable en sí mismo. Aspira también a reemplazar una ciudadanía por otra, o en términos de clase, pretende hacer desaparecer a las clases menos favorecidas para enriquecer las zonas con nuevos edificios, atrayendo a vecinos más apropiados según las nuevas necesidades y multiplicando de esta forma las plusvalías generales.

Durante las últimas décadas, el término municipal de Valencia se ha completado de manera total y definitiva. Las zonas que quedaban aún sin urbanizar se han urbanizado, mientras las últimas bolsas de suelo o ya están ocupadas o está previsto su ocupación, salvo muy contadas excepciones. La ciudad de finales de 2005 poco tiene que ver con aquella que mostraba el plano de 1883, como tampoco los derechos, las demandas y las necesidades de los ciudadanos de ahora pueden compararse con los de los habitantes de entonces.

Esta comparación puede resultar similar a contrastar un mapa con una fotografía. Si en algo han cambiado las sociedades occidentales contemporáneas es en la definición de sus contornos, en la aparente transparencia de sus mecanismos, en la ilusoria capacidad de decisión de sus ciudadanos. En los atlas, Amazonia se muestra como una gran mancha verde insertada en Brasil, pero las fotografías aéreas más recientes, tomadas desde satélite, nos muestran las grandes calvas producidas por la devastación impune de las multinacionales madereras y papeleras. Lo mismo ocurre entre la apariencia de los ríos representados en un mapa, de color azul, y la evidencia o aquello que, cercanamente a la realidad, puede mostrar la fotografía de un río, cuyo color será mucho más oscuro y opaco que el cian. Por lo tanto, mientras que un plano o mapa siempre será una interpretación de nivel máximo, donde se suman asimismo los iconos y colores convenidos para completar la leyenda, una fotografía –implicando como implica una extraña subjetivación de algo objetivo- decanta su función mucho más hacia la denuncia. Aunque no exclusivamente. De hecho, la fotografía posee un asombroso poder de atracción basado en su cualidad como herramienta. Esta particularidad, más amplia que en el caso del dibujo, la pintura o la topografía, le permite incluirse como lenguaje plástico, material informativo de primer orden o prueba casi irrefutable, dependiendo de su uso o del espacio que ocupe. De ahí que también posea una característica evocadora, recordatoria, vigilante. Entre la visión de la práctica fotográfica como pérdida (Barthes) o como experiencia positiva, casi terapéutica (Tisseron), existe un amplio espectro de interpretaciones y usos. Y comparte una característica con los mapas o planos: la pretensión de hacer perdurable un instante inmediato o un momento histórico preciso. El plano de Valencia realizado por Tomás Vicente Tosca, en 1707, es empleado hoy en día como prueba testimonial de la ciudad de entonces. En él aparecen edificios o calles emblemáticos que se han mantenido hasta hoy, un entramado urbano que sirve de modelo ante las actuaciones contemporáneas. Es un plano que asume características propias de una fotografía. Y ya nunca podremos aislar nuestras reivindicaciones sin el apoyo o la ayuda de una imagen fotográfica o videográfica. Se ha convertido en uno de nuestros mejores aliados.

c.
Una proclama situacionista hacía referencia a la imposibilidad de levantar barricadas en la amplia y extensa superficie de las avenidas, creadas para grandes desfiles y celebraciones espectaculares. La tendencia de las ciudades hacia la monumentalidad puede verse como un estudiado cambio de rumbo hacia la homologación espacial, dando la espalda a los espacios de medidas más humanas, propicios para el intercambio, el asociacionismo y las demandas ciudadanas. Sin embargo, no podemos permitirnos el lujo de prescindir de nuestros derechos, ni de renunciar a exigir lo que creemos son logros ciudadanos conseguidos tras décadas de movilizaciones y sudor más o menos anónimo. No deja de resultar sorprendente que el antiguo cauce del Turia, reconvertido paulatinamente en Jardí del Túria desde la década de los ochenta, lo disfrutemos como espacio verde gracias a las demandas ciudadanas (y algunas políticas progresistas), contrarias a la ejecución del Plan Sur, que pretendía convertirlo en un conjunto de autopistas rápidas y, por ende, a Valencia en una metrópolis de tres o cuatro millones de habitantes. La demanda “Volem un Túria verd” no se diferencia mucho de las actuales “Salvem el Botànic”, respaldada y potenciada por la pintada en el muro del solar de los Jesuitas “Més jardí” o la celebérrima “Salvem El Cabanyal”, igualmente potenciada por “Rehabilitació sense destrucció”, u otros eslóganes similares. También resulta curioso que el mismo Ayuntamiento que pretende, enconado contra una parte de la ciudadanía y la Justicia, abrir la brecha en El Cabanyal nos llene la ciudad de anuncios donde se describen las maravillas de “Un riu de cultura”, en referencia a los espacios culturales que, de una forma más o menos directa, hilvana el antiguo río. Ese mismo cauce que la ciudadanía demandó para sí exigiendo que fuera verde y no gris; limpio y no contaminado; para un uso humano y no automovilístico. O, que tras las pre-regatas de la Copa del América, la ciudad quede inundada de carteles con eslóganes como “La ciutat encantada” y otras burdas apreciaciones por el estilo.
Si en algún momento la sociedad valenciana se encaminara hacia una pluralidad ideológica real, con puntos de vista consensuados y diversos, propios de una sociedad democráticamente madura…, un vez llegado a ese punto, deberá ser implacable con determinadas actitudes políticas propias de este momento. Las pérdidas irreparables no podrán subsanarse, pero sí las ganas de mantener y mejorar lo que aún perdure.

Casi no puede evitarse una sensación doblemente frustrante tras releer lo escrito en este texto. Pero también ambivalente en cuanto a los logros ciudadanos obtenidos. Por un lado, no se aportan más que obviedades; datos y opiniones ya sabidos, contrastados y documentados, realizados tiempo atrás por gente diversa, de manera colectiva o individual, anónima o personalizada, que debieran al menos cuestionar las bases donde se sustentan las actitudes prepotentes de quien ejerce el poder. Pero que apenas logran hacerle cosquillas. Adosada a esta sensación sombría, afortunadamente, surge la esperanza de ver que la ciudadanía logra al menos ralentizar este despotismo. Despacio, eso sí, muy poco a poco, pero siempre avanzando. Demostrándonos que cualquier movimiento genera ruido y que cualquier ruido resulta molesto.

En segundo lugar, resulta descorazonador aunque entendible que siga siendo desde el pueblo (de manera unívoca) desde donde surjan la decisión y la energía necesarias para defender la identidad que considera que le define, mientras los políticos –eternamente escudados en la legitimidad que otorgan las urnas- olviden su también condición de ciudadanos. Es decir, que las “fuerzas retardatarias”, concepto siempre asociado a las capas más reaccionarias y conservadoras de la sociedad que ahora la derecha más sofisticada ha volteado interesadamente, respondan hoy por hoy a una defensa firme de la identidad colectiva y vengan respaldadas por colectivos y asociaciones progresistas. Entidades que entienden que el progreso contemporáneo tiene más que ver con la particularidad que con la homogeneidad; con una actitud respetuosa desde el punto de vista ecológico y medioambiental antes que con el uso indiscriminado e interesado de toneladas de hormigón que arrasan cualquier ecosistema; defensoras de la participación ciudadana en lugar de un empleo partidario de los recursos, destinados para una elite o bien para una masa insensibilizada.

La ambivalencia a esta segunda frustración, su cara positiva, reside en la renovada ilusión que supone la celebración de esta VIII Cabanyal Portes Obertes. Pues no es exagerar si se considera esta convocatoria, que se realiza muy a pesar de sus organizadores y vecinos, como la punta de un iceberg de numerosas acciones ciudadanas culturales sensibles o de afán sensibilizador. Y todo esto ocurre en una ciudad donde, pese a la gestión y propósitos de los políticos que la gobiernan y deforman cada día un poco más, aún apetece seguir viviendo.