Entre el no lugar y la tierra de nadie

Catálogo con motivo de la exposición de Lynne Cohen en Galería Bacelos, Vigo, 2004.

Los pies de foto que acompañan las imágenes reproducidas en los medios impresos tienen la propiedad de localizar los lugares donde ocurren los hechos que se muestran, ubicar el suceso en su contexto histórico, nombrar a quien o quienes aparecen en la escena (recortada, fragmentada, encuadrada subjetivamente), situarnos ante una traducción que podría quedar ininteligible o en exceso abstracta, incluso fácilmente manipulable. De esta forma adquirimos información adicional al mismo tiempo que, sin embargo, se nos da pasada por el filtro de su autor o del medio en el cual se publica, surgida de sus propias experiencias o ideología, por más que sólo se basen éstas en el hecho de mostrar adecuadamente la imagen y redactar su escueta leyenda.

En el ámbito artístico, los títulos cumplen una función similar a los pies de foto, pero con una importante salvedad: tanto si inician o amplían la interpretación de las propias obras como si la escudan en un genérico y neutral ‘sin título’, surgen fusionados con la propia obra, forman parte de ella y son, así pues, netamente subjetivos. El tono con el que se titula una obra implica una postura ante ella y ante el propio trabajo del artista; representa una actitud comprometida y, por esto mismo, también política.
La narración del texto del título, su linealidad más o menos predecible, la relación entre éste y el título genérico de una serie mayor, de una exposición concreta o de un catálogo o publicación posterior sobre su obra, aportarán las pistas necesarias para una posible interpretación. Aunque ¿todavía esperamos alguna conclusión específica de una interpretación a posteriori de las obras artísticas? ¿podemos confiar en ella o en su valor teórico? A esta pregunta se podría contestar igualmente con otra, pues la respuesta adquiere la forma de una vía de doble dirección: ¿cómo intentar aproximarse al discurso del artista si no pretendiendo comprender el caudal de experiencias e influencias, los estilos o las tendencias (o la ausencia de ellas) que derivan de su obra o desembocan en ella? ¿y cómo esperar aprender todo esto y manejarlo durante la búsqueda y el análisis posterior si no es a través de la interpretación de aquello que se presenta y denomina “obra artística”?

Especialmente en el análisis de trabajos fotográficos o videográficos, donde la imagen reproducible y reproducida está presente gracias a la ayuda de una manufactura industrial, los referentes multidisciplinares son mayores, al tiempo que menos susceptibles de ser relacionados con la tradición artística. Este desquite de lastre historicista (pese a que cada día resulte más difícil de mantener, pues estos nuevos lenguajes han sido profunda e igualmente asumidos por el sistema cultural y su industria) permite, sin embargo, una redefinición del mensaje, un reajuste de las búsquedas, una ampliación de miras que convierte el análisis de nuevo en vasto campo de influencias y matizaciones, aunque dirigido hacia otras direcciones; una complejidad hasta hace poco desconocida. En este sentido, la fotografía como medio –incluso exclusivamente orientada al mundo del arte y desarrollada a través de sus mecanismos específicos de difusión, venta y exposición- acarrea unas connotaciones que derivan de los mass media, de Internet, de la publicidad, del cine, de una historia de imágenes corta pero extrañamente intensa y desbordada de interpretaciones.

Los títulos en las obras de Lynne Cohen parecen perseguir una búsqueda precisa de estándares, es decir, una intencionalidad en documentar e igualar categorías, sin importar en absoluto el emplazamiento en que se encuentra la escena fotografiada; equiparando modos de comportamiento, limando las distancias y diferencias geográficas, y empleando la globalización como una media aritmética extraída entre elementos diversos. De hecho, el anonimato de los espacios fotografiados es máximo, apenas sutilmente indicado en los textos de algunos letreros o carteles presentes en las fotografías, coronando las puertas de acceso hacia espacios que no se muestran. Los laboratorios, las clases, los spas o balnearios, las instalaciones militares, los pasillos o salas de espera…, son todos lugares de trabajo o de paso, sitios despoblados en ese justo instante en que, sin embargo, queda absolutamente patente la impronta humana, su influencia en la construcción de un mundo que le define en su ausencia.

Con frecuencia, la amplia y coherente obra fotográfica de L. Cohen se relaciona frontal o tangencialmente con algunas instalaciones o piezas pertenecientes a la historia del arte, de artistas como Richard Hamilton (en sus primeras fotografías de los años 70, cuando el motivo principal eran los living rooms de casas particulares), Claus Oldenburg (en alguna imagen donde aparecen objetos desproporcionados a su uso), Marcel Duchamp (por la utilización de ciertos espacios encontrados como si fueran ready mades), Richard Artschwager (en la textura de determinadas superficies, como Formica o contrachapado), Jasper Johns (por los campos de tiro, las dianas y los fragmentos de partes del cuerpo en escayola: bocas, orejas, manos o narices que adornan alguna pared) o incluso Joseph Beuys (por la presencia de las pizarras en algunas fotografías de clases y laboratorios) [THOMAS, ANN: “Apropiating the Everyday”, en No Man’s Land. The Photography of Lynne Cohen, Thames & Hudson. Ltd. Londres, 2001. Catálogo editado con motivo de la exposición del mismo título realizada en la National Gallery of Canada y en el Musée de l’Elysée, Lausanne, Suiza].

Por otra parte, el empleo de la fotografía como documentación no sólo es una cualidad intrínseca del propio medio y prácticamente su función primigenia, también en el ámbito artístico esta finalidad se ha mantenido vigente a lo largo de su trayectoria histórica e incluso ha vivido un extraordinario resurgir con el archifamoso cuño de la “nueva objetividad”, una renovación de los motivos fotografiados desde la aparente neutralidad objetiva del fotógrafo que -y quizá sea esto lo más definitorio- ubica sus resultados estéticos desde el primer momento dentro del mundo del arte, con sus características propias y sus connotaciones, no en el de la fotografía documentalista o industrial. Sin querer por lo tanto diferenciar sus resultados estéticos de los propios obtenidos por pintores, escultores u otros artistas. En este sentido, la obra de L. Cohen destaca de entre la mayoría de los más sobresalientes fotógrafos agrupados bajo esta nomenclatura sobre todo porque escapa voluntariamente de la grandilocuencia espectacular de los espacios registrados por ellos en numerosas ocasiones (por ejemplo en bastantes de las escenas de interiores de Candida Höfer, por citar a una fotógrafa cuya obra en determinados aspectos podría habitar lugares comunes), a la vez que también se desmarca de la parca sobriedad de los renovadores y padres figurados de este resurgir, Bern & Hilla Becher, que buscan la repetición formal, con idéntico encuadre, de unos motivos per se muy parecidos entre sí, a modo de catalogación de elementos apenas diferenciadores. Si bien es cierto que en las imágenes realizadas por L. Cohen en los años 70, coincidiendo con que el tamaño de las obras se limitaba al del propio contacto del negativo de gran formato, la artista “pensaba que sólo había un lugar desde el cual hacer la fotografía (…) como si un par de huellas de papel estuvieran pegadas al suelo para indicar el punto desde donde encuadrar las imágenes” [“Camouflage: An Interview with Lynne Cohen”, en No Man’s Land. The Photography of Lynne Cohen, Thames & Hudson. Ltd. Londres, 2001, p. 29], esta búsqueda de una simetría idéntica a la existente en las escenas (visión exclusivamente frontal) [Aquí cabría hacer referencia igualmente a la producción fotográfica del estadounidense Walker Evans, recuperada y revalorada décadas después de ser realizada, cuyo principal punto de vista, en pos de una pretendida neutralidad, mostraba con frecuencia las escenas desde una posición frontal] dejó de ser un motivo y, así pues un fin, coincidiendo con la ampliación de las imágenes a medio y gran formato. A partir de este paso de ampliación, su trabajo se observa de otra manera, se lee con mayores datos, se interpreta como una obra tridimensional (para ello ayuda enormemente la textura figurada de los marcos, siempre chapados con Formica de diversos colores, simuladores de otros materiales) a la vez que actúa como ventana, perfectamente remarcada, o incluso como espejo de una sociedad que, sin embargo, sigue extrañándose de los métodos desarrollados por su propia extravagancia.

Los títulos (Spa, Laboratorio, Clase, Instalación militar, Fábrica, Sala de estar, Estudio de grabación…) nos presentan espacios ilocalizables geográficamente, pero no política o socialmente. Su rastro nos lleva hasta los genéricos que engloban el completo de su obra fotográfica. Un primer catálogo monográfico reunía la obra de los años 70 y 80 bajo el título Occupied Territory, clave militar que se vuelve a utilizarse en el más reciente No Man’s Land, convertido asimismo en el título de la serie de obras realizadas desde los años 90 hasta la actualidad. La conexión con el lenguaje militar no es, en absoluto, casual. Para la artista, y en clave de humor, “tal vez esto sea así porque hay demasiado camuflaje”, tal y como concluye la entrevista publicada en este último catálogo . El camuflaje actuaría como elemento físico (precisamente en esa presencia difusa de espacios que no se sabe dónde están, si son o no reales, si resultan escenografías preparadas ex profeso o, como en realidad sabemos después, existen tal y como se muestran) y como elemento político, en el sentido de que por debajo de las escenas, de su carácter estético, subyace la contención de su poder interpretativo: una mascarada que se escuda en la ironía y el empleo de lo grotesco para criticar unas decisiones y conductas asumidas con naturalidad y apatía generalizada.

Se podría aducir que estas conclusiones suponen un exceso en la interpretación si no fuera porque, en efecto, siempre aparecen elementos que así lo corroboran o que sutilmente lo indican. De las seis nuevas fotografías en color que presenta L. Cohen en la Galería Bacelos, cinco corresponden a otras tantas escenas de Spas y la otra a una Clase. Ésta, tras una detenida observación, no puede ser más que de una academia de policía donde se enseñan sistemas de asalto, modos de acceder a un espacio ocupado por personas tenidas por enemigos. Los tres maniquíes están repletos de agujeros como consecuencia de los disparos recibidos; salpicados y manchados de rojo por el contenido de algunos de los casquillos como para indicar que, en efecto, han sido alcanzados por los tiros. La imagen muestra una estancia cambiante, de tabiques
provisionales, dentro de otro espacio mayor del que únicamente observamos el techo modular de placas y la iluminación de tubos fluorescentes. Varias cámaras de seguridad apuntan hacia divergentes posiciones, de modo que quede cada rincón registrado. Algunos otros elementos, como globos hinchados y/o explotados, un caballete con un conjunto de papeles a modo de libreta de grandes proporciones o dos cortinas con motivos florales, coexisten en la escena, donde predominan las líneas de fuga hacia ninguna parte. La desazón de la fotografía va viniendo poco a poco, como un aroma que acaba apoderándose del aire. La calidad en su ejecución técnica, que permite fijarse en detalles a primera vista invisibles (la fragmentación de los cuerpos policromados, la abundancia de agujeros, los trozos de cinta adhesiva que les juntan las piernas desmembradas, el armazón de hierro que los mantiene erectos, las cortinas o los globos de colores, incluso los travesaños de madera que sustentan la escenografía) le confieren a la imagen una cualidad similar a la de una narración que es preciso leer entera para saber el final. Y, sin embargo, persiste la ironía, el guiño macabro pero de sutil complicidad que nos hace entender que, pese a que la escena ya existía tal y como está, la descontextualización producida nos hace verla como nunca antes ha sido vista, ni previamente analizada.

Esto sucede también en las nuevas escenas de Spas -al igual que en obras anteriores de balnearios, clases o laboratorios, especialmente las pertenecientes a No Man’s Land. La frialdad general de los espacios escogidos, las paredes y suelos alicatados o cubiertos de mármol, la colección de asas y soportes acerados, fríos y asépticos, los relacionan mucho más con la vertiente hospitalaria y clínica que con aquella que promociona el reposo y la regeneración corporal como un premio merecido tras el duro trabajo o el estrés urbano. Incluso cuando los objetos remiten directamente al descanso (tumbonas, camillas, sillas…) la sensación es inquietante, de malestar, una tensión contenida que parece ocurrir por la no presencia, la desolación de unos artilugios que, sin acción, resultan ridículos, cuando no agresivos. Es precisamente este no uso, ese impasse desolador, el que parece convertir los útiles en objetos inanimados, contagiando también así a las imágenes, frías receptoras de un desencanto generalizado.

La relación de la imágenes fotográficas de Lynne Cohen con los no lugares, y la complementación y divergencia de significados en relación con este concepto y el título genérico Tierra de nadie (No Man’s Land) cierra un ciclo de referencias y guiños que podríamos circunscribir en el terreno de la etnología, si no de la antropología. El concepto de no lugar que describe Marc Augé [AUGÉ, MARC: Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad”. Barcelona, 2004. Editorial Gedisa, Antropología, serie CLA·DE·MA] diferencia entre lugar y espacio, otorgándole al primero la condición de sitio y ampliando para el segundo también la relación de los habitantes y de las acciones que ocurren en él. Los no lugares contrastan con los lugares antropológicos en el sentido de que, mientras éstos se definen en su asentamiento histórico, social, político, (bajo una concepción de modernidad), los no lugares existen como consecuencia de unas prácticas ocurriendo en lo que se denomina “sobremodernidad”. Éstos basan su importancia en el tránsito, la velocidad, los cauces destinados a la comunicación y los viajes (autopistas, peajes, aeropuertos, aviones…). Al otorgárseles una visión no negativa, como sí venían teniendo hasta entonces, estos no lugares comienzan a efectuar una transformación que, tal vez, puede acercarles a espacios propios de la sobremodernidad, con sus características cada vez menos novedosas y sí más referenciables a los clásicos lugares antropológicos. Cambios tan rápidos como los artilugios que nos trasladan o las vías empleadas para ello.

Mientras, la tierra de nadie es el “territorio no ocupado entre dos frentes enemigos” o el “territorio sin dueño”, en cualquier caso haciendo clara referencia al lenguaje militar o político, en el sentido de propiedad, control y vigilancia, o de su ausencia. Una tierra de nadie característica pueden ser las franjas de tierra entre fronteras, el trozo espacial que ocupa la línea del borde entre países, como en un mapa a escala.

En relación con las escenas de L. Cohen, la tierra de nadie parece hacer referencia más a la ausencia de sujetos en determinados interiores, al no empleo por la no presencia de espacios habitualmente usados y habitados (aunque sea el tiempo que dura un masaje, una ducha o el empleado en recorrer un pasillo) o sin vigilancia, en aquellos donde sí existe control. Espacios en crisis de poder precisamente por la no presencia humana y por la elección de lugares de tránsito que, sin embargo, pierden su cualidad móvil al devenir en objetos, imágenes con aspecto de obras tridimensionales. Imágenes que no sólo esperan una interpretación espacial, en tres dimensiones, si no que también salen en busca de ella.