Ignacio París: Zona de seguridad

Texto realizado para el catálogo de la 9ª Biennal Martínez Guerricabeitia Inmigració Emigració. Universitat de València. Museu de la Ciutat, València. Enero – Marzo 2008

La primera fase de implicación sobre cualquier asunto parecería lógico que empezara por uno/a mismo/a. Esto, que parece una obviedad, requiere un nivel de compromiso que no es tan común encontrar ni siquiera en el ámbito del arte contemporáneo, donde la representación es su modus vivendis y la simulación nunca alcanza la verosimilitud del modelo al que pretende emular. Existe en determinados productos artísticos, asimismo, un gesto de compromiso que redunda en el exceso de su acción, como un grito histriónico que funciona como eslogan pero que pierde su capacidad como referente eficaz o como cita ajustada. Zona de seguridad no comparte, desde luego, este histrionismo, sino que incluso adolece de una actitud distante, como un gesto antitético que pretendiera dejarse muerto ante lo irremediable. Una actitud que no es pasiva o apática, sino consciente de su incapacidad transformadora. Este título-concepto implica tanto una serie fotográfica realizada como un collage digital o alguna pieza videográfica donde el movimiento impulsa determinados detalles que quedan latentes en las imágenes fijas, como, incluso, un conjunto de dibujos que ofrecen aquello que no es posible rescatar o ser apropiado de los archivos audiovisuales existentes.

Nada es arbitrario en la pieza Zona de seguridad 6 ni, por extensión, en las que conforman la serie; de ahí que los filmes seleccionados de donde son extraídas las imágenes centrales tengan una importancia decisiva. Frente al anonimato generalizado y pretendido de las escenas laterales, en este caso mostrando una composición formada por un sofá y dos butacas azules además de una urna o cáliz de finalidad intrigante, las películas añaden a la composición fotográfica el contenido de su narración y sus interpretaciones previas. No hay que obviar, asimismo, que el fotograma extraído deviene fotografía tal como se nos presenta, ofreciendo la posibilidad de ser analizado desde dos ámbitos diferentes aunque claramente relacionables. La principal diferencia entre ambos la aporta el movimiento, es decir, la presencia del tiempo en el caso del cine, o su ausencia en cuanto a la fotografía.

En el ejemplo que nos ocupa la escena central, apropiada y vuelta a contextualizar, surge de la película La noche de los muertos vivientes [Night of the Living Dead, George A. Romero, 1968]. Otro ejemplo paradigmático empleado es El ángel exterminador [1962], de Luis Buñuel. En ambos filmes el espacio interior de la casa adquiere la importancia de un protagonista principal. Se recordará la ansiosa y desesperada imposibilidad de traspasar sus límites en el caso del filme de Buñuel, y el refugio frágil y amenazado en el filme underground estadounidense, registro sensible del pánico de los protagonistas. En cualquier caso, en esos ejemplos persiste una amenaza y el miedo derivado de su presencia. Si ésta es invisible y abstracta, como en El ángel exterminador, o adquiere la presencia de una multitud de zombis ansiosos de venganza o alimento, como en La noche de los muertos vivientes, podemos entenderla en definitiva como elemento simbólico, tal vez como una metáfora de la sociedad actual, o como una predicción lanzada desde un momento inminentemente previo al actual. La amenaza exterior, explícita con la utilización de los zombis, adquiere la forma de personas diferentes a nosotros que parecen venir desde afuera para desestabilizar nuestras costumbres y engullir nuestras propiedades. Una teoría extensamente difundida entre una proporción importante de la ciudadanía. Pero ¿qué es nosotros? ¿Cómo elaborar categorías de lo propio y lo ajeno como diferenciación delimitadora en una sociedad cada vez más híbrida? La tozuda persistencia sobre la seguridad, sobre la pertenencia obligada a un grupo, a una comunidad concreta que debe mantenerse a salvo, es uno de los grandes temas de la reacción retardataria. La seguridad como bien común frente a las amenazas externas está en la base de cualquier política neo-conservadora actual, por más que empleen en sus eslóganes tipografías propias de SMS.

En el texto El odio a la democracia [Amorrortu editores, Argentina, 2006], Jacques Rancière analiza críticamente lo que se ha venido denominando “la paradoja democrática”, por la que “o la vida democrática significaba una amplia participación popular en la discusión de los asuntos públicos, lo cual era una cosa mala, o significaba una forma de vida social que orientaba las energías hacia las satisfacciones individuales, lo cual también era una cosa mala”. Por lo que, continúa el pensador francés: “La democracia buena debía ser, entonces, la forma de gobierno y de vida social capaz de controlar el doble exceso de actividad colectiva o retraimiento individual inherente a la vida democrática” [p. 19]. Rancière critica esta posición defendida por la visión oficial, que argumenta la ingobernabilidad de la democracia como motivo principal para ser gobernada, surgiendo de ahí la necesidad de las instituciones y la clase gobernante. En esta paradoja se inscribe una parte importante de la tesis conceptual del trabajo de Ignacio París. El artista se posiciona dentro [de la casa, de la sociedad, del sistema] para expresar lo que puede afectar su normal discurrir que, por poco que se analice, poco o nada tiene de normal. El miedo a perder lo propio, a sentirse amenazado por la presencia externa encarnada en los otros, ha llevado a modelos de convivencia donde la privatización del espacio público y la conversión del hábitat en un panóptico hiper-vigilado se han convertido en accidentes normales asumidos por los ciudadanos, convertidos en “individuos egoístas” en cuanto que “consumidores ávidos” y reconvertidos finalmente por el sistema que los homologa en “hombres democráticos” [Rancière]. Así pues, la democracia se convierte en concepto fetiche del que todos estiran, y que cada cual interpreta a su antojo según las necesidades teóricas o prácticas del momento o del propio interpretador. La paradoja estaría en necesitar una vida vigilada o una continua vigilancia alrededor para poder seguir viviéndola, pues ¿qué clase de disfrute, salvo la asepsia, puede derivarse de este tipo de comportamiento existencial denominado “democrático”?

Volviendo a la obra de I. París y a modo de conclusión: la escena en color que ocupa los laterales, partida en su centro, desmembrada y desplazada, pertenece a una época que no es la actual. La fotografía decorativa, iluminada sin embargo con teatralidad y de carácter minimalista, nos sitúa en la década de los sesenta, tal vez los setenta. La decisión de no utilizar alguna decoración contemporánea, al igual que el hecho de apropiarse de escenas de películas con más de cuarenta años de recorrido, parece querer homologar una ideología, un pensamiento, una denuncia velada que no se detiene tanto en los gestos concretos como sí en el contenido simbólico de éstos en cuanto que gestos. Es decir, el espacio de comodidad burguesa aparece dividido, interrumpido por una escena en blanco y negro de un personaje masculino que corre las cortinas de un ventanal. La interrupción central hace tambalear la estudiada escenografía del bienestar con un gesto conmovedor, nada estudiado y que anuncia un peligro inminente. Se ha pretendido darle importancia a los gestos firmes pero sutiles, consciente de que éstos, en la vida y en la política, son los que pueden llegar a transformar lo circundante.