Atrevimiento, endogamia y participación en las prácticas artísticas contemporáneas

Texto realizado con motivo de la exposición Escultura de acción. Ajuntament de Alaquàs, Vicerrectorado de Cultura UPV, Arte y entorno, septiembre – octubre de 2004.

Casi la primera característica que se le solicita a un artista contemporáneo, tanto en sus etapas o intervenciones iniciales como en el asentamiento posterior de su trabajo e inclusión en el mundo del arte, es que se atreva a probar con lo novedoso, con aquello que no resulta conocido o todavía no hecho o desarrollado, o incluso que ose denunciar lo que desde otros ámbitos de la sociedad exige más tiempo hacer público. Con el convencimiento asimismo de que al atrevimiento sin concesiones pueda más fácilmente acompañarle el encuentro, tanto si se busca previamente como si aparece cruzándose en mitad del camino de lo supuestamente lógico o esperado. Al riesgo, por lo tanto, siempre se le adhiere una actitud activista y alocada que lo hace tan atractivo para unos como impertinente para otros, dentro de unas acepciones que esconden más ideología que gusto o disgusto por lo mero bello. Sin embargo, esta exigencia suele desembocar en la consabida paradoja que acompaña a determinados artistas contemporáneos, quienes se encuentran arriesgando a cambio de perder oportunidades que les permitieran seguir avanzando en su trayectoria personal, lo cual implica por lo tanto tener que reconstruirse a sí mismos de continuo o acarrear con la pesada carga que supone convencer a los demás de que su opción va con ellos/as, inseparablemente. Lo que podríamos resumir en que si por un lado se exige implicación y atrevimiento, por otro se castiga (o al menos no se alienta) que los haya.

Los mecanismos empleados en este proceso ambivalente son ricos en variaciones, pero prevalece el empleo y asentamiento de la precariedad por encima de cualquier otro. Precariedad en las bases educativas mismas, en las ayudas concedidas, en los espacios destinados a producción, en las actitudes de los que gestionan (o deberían gestionar) la difusión de lo producido y, más sangrante todavía, precariedad en la confianza de que el arte y la cultura contemporánea en general sólo son tal por el hecho de producirse en la época actual, sin atender a temáticas, riesgos coetáneos asumidos, necesidad de espacios de difusión, o simples contenidos ideológicos intrínsecos en las obras y en su nomenclatura.

Quizá todavía haya que aclarar (y esto sin duda es otro síntoma más de esta precariedad envolvente) que el arte exige una actitud política -que no partidista- en su ejecución y que, por lo tanto, involucra para bien o para mal a quien lo realiza, a quienes lo promueven o intentan desestimarlo y, finalmente, a quien lo ve y/o lo disfruta. Nadie queda excluido en este proceso único e inverosímil, a saber, el de realizar una obra que tiene y adquiere pleno sentido cuando es vista por alguien ajeno al que la crea. Cuando hay, en definitiva, una pulsión entre el hecho físico de realizarla y exponerla y el reflexivo de intentar entenderla y finalmente interpretarla. Esta manera de involucrarse queda lejos de la extendida mascarada que supone realizar obras (o llanamente ser artista) por el simple hecho de formar parte de cierta elite, como una suerte de privilegio que levita por encima de las cabezas de la media general de los mortales; una lectura que muchos museos, instituciones y gestores culturales todavía se empecinan en mostrar.

Mientras estas bases, objetivamente necesarias, no se hayan generado ni asentado ¿qué sentido tiene organizar macro-eventos culturales y grandes campañas para su promoción cuyo último fin práctico es la propaganda de aquello que aún no existe o que existe deficientemente? Al arte se llega haciendo, para lo cual se deben procurar las infraestructuras físicas y las estructuras educativas necesarias para su quehacer, al tiempo que resulta imprescindible un posterior análisis crítico de sus resultados que permita regenerar sus planteamientos futuros. No cabe el “todo vale” ni el “cualquiera puede”, por más que nos parece igualmente erróneo pensar que en un primer estadio debiera existir una criba de ansiosa competitividad (basada en parámetros de corrección y belleza más limitadores que incitadores) que anulara de facto las posibilidades de todos y cada uno.

Así pues, el atrevimiento, el riesgo por lo no realizado, la asimilación abierta de los resultados obtenidos…, el arte, que pervive para seguir intentando entender lo que somos, cómo nos comportamos y en qué época concreta estamos ha salido del marco, de la pared, de la estancia del museo con la firme intención de encontrar al espectador, abordarle, exigirle compromiso, demandarle reacciones, generar debate. Esta salida física (pero también virtual) hacia lo mundano ha intentado, por un lado, romper precisamente con esa separación casi mística entre la obra y el espectador; por otro, y como consecuencia de lo anterior, ha pretendido quebrar la endogamia que genera el arte: un micromundo que, como reflejo y partícipe de la sociedad, asume todas y cada una de las características de ésta y que, también debido a su limitada escala y poder de acción, no puede tomar decisiones ni decantar siquiera la balanza hacia presupuestos no dirigidos previamente. Casi al unísono, tal vez por esta huida formal, el arte cada vez más se nutrió de materias dispares (filosofía, psicología, sociología, antropología, semiótica…) y de técnicas más complejas (fotografía, vídeo arte, videojuegos, usos derivados de la informática…) para intentar aprehender de forma más adecuada los rápidos cambios circundantes, externos a su función primigenia.

La condición endogámica del arte, sin embargo, resulta intrínseca a sí mismo; indisoluble de su propio avance. Pues, si por avance entendemos la posibilidad de seguir elaborando discursos que, basados en los anteriores, puedan ser ampliados, modificados, negados o regenerados, es lógico pensar que para entender lo nuevo habrá que conocer lo anterior. Esta obviedad choca de plano contra la intención del arte de mostrarse entendible y, así pues, asequible; de salir de su urna para entregarse a la opinión pública. Al avanzar hacia una dirección concreta, al profundizar hacia unos resultados estéticos cada vez más complejos, la práctica artística se hace viva, pero va dejando por el camino la mirada inocente del inicio para acabar culminando su recorrido siendo prácticamente un código cifrado. Esto, que no supone ningún problema en otras materias técnicas o científicas (donde los espectadores se convierten en consumidores de sus avances), adquiere en el arte contemporáneo una plusvalía en contra que resulta difícil liquidar. Si esto es debido a la presencia históricamente acumulada del arte en la sociedad, en la manera en que ha sido asumido fragmentaria y tardíamente por ésta, o si se debe a que el arte como expresión plástica lleva implícita una función de espectáculo sobre la que cualquier espectador puede y debe dar su opinión abiertamente, o acaso porque cualquier persona por el hecho de serlo desarrolla una actitud estética ante la vida, lo bien cierto es que las prácticas artísticas actuales parecen quedar relegadas (casi irremediablemente) a un plano de especialización distante y grandilocuente si se quieren definir correctamente, o a uno simplista y descuidado si se rehúsa el conocimiento de la cuestión a fondo. Un debate servido tiempo ha cuya resolución aún se ve muy lejos.

Escultura de acción, como concepto general y como título de esta exposición concreta, se diría que quiere generar un nuevo concepto con la suma fragmentada de sus dos partes. Si el término actual de escultura ha superado desde luego los límites de lo que se define como el “arte de representar objetos o de crear formas bellas de bulto, con un material cualquiera, como barro, yeso, madera, piedra o bronce” o en su segunda acepción como la “obra hecha con ese arte ”, introduciendo nuevos ingredientes, como el espacio o las nuevas tecnologías, al de acción cabe añadirle el específico de intervención performática, actitud clave para comprender (y practicar) este neologismo. Así pues, la escultura de acción se entiende que existe plenamente no sólo con el empleo de lo entendido como objetual, la utilización del espacio, o el uso de proyecciones que amplíen más si cabe su condición espacial; se completará cuando una acción irrumpa, engarce la intervención del artista con la propia del espectador y complete la obra. Cuando tiempo y espacio coincidan en un punto preciso.

Tras algo más de un siglo de ilusiones cinemáticas, y en plena era denominada digital, los cambios (y en cierta forma ciertos avances) vienen desde el lado de la interacción. El espectador actúa como game tester de nuevas narraciones que contienen la génesis de los mitos contemporáneos a través de un desarrollo exagerado (y hasta ahora desconocido) de los pulgares. Los desechos de la tecnología de guerra acaban aterrizando en la consola, en la play station personalizada e igualmente alienante, en lucha a muerte contra nuestro yo y su momentáneamente apartada re-construcción. Y aún así, ¿acaso esperan los escultores de acción que los espectadores tomen partido en su reto particular? ¿Qué niveles de lectura (y cuántos) esconde el mecanismo ya asumido de una proyección acompañada de un joystick, como prolongación no sólo de nuestro brazo, si no también de nuestro ego?

No todos los artistas que conforman este grupo heterogéneo emplean y necesitan la tecnología para ver culminadas sus piezas interactivas, aunque sí predomina el empleo del interfaz como nexo de unión entre lo real y lo virtual: una suerte de transición donde micro-acciones hacen funcionar el engranaje, completan el sentido general de las obras. Estas acciones van desde el simple movimiento de ocupar una porción de espacio remarcada en el suelo, una tradición que se remonta a los ancestrales juegos del sambori o rayuelas, o asistir al improvisado y siempre diferente concierto que generan el movimiento de miles de muelles y cristales, hasta el hecho mismo de controlar, por medio de un joystick, el pregrabado recorrido de un perro, clara referencia y guiño irónico a los estudios incipientes de fijación del movimiento. En otros casos, la interacción se basa en el uso del apósito –medio enmascaramiento, medio exteriorización- y su fijación fotográfica mediante un mando a distancia, o en la manipulación de artefactos cuyos resultados pueden seguirse en Internet, o simplemente confieren sentido a la manipulación y, así pues, al artefacto, retomando la base misma del movimiento de imágenes. En una época de saturación audiovisual, el hecho de que nuestra presencia arranque porciones de la imagen y, aún más, nos congratulemos de ir perdiéndola, irremediablemente, es una experiencia trascendental por más que se baile con ritmos superficiales.

En cualquiera de estos casos prevalece, de manera más o menos acusada, una actitud lúdica. No exentas desde luego de otras intenciones más teóricas o comprometidas, resulta claro que estas esculturas de acción plantean un reto al espectador, quieren que, a través de lo anecdótico, se acabe afianzando el sentido final de las instalaciones: este parece ser su modus operandi. Esa misma exigencia lúdica es la que ubica estas intervenciones en la época actual, las hace estrictamente contemporáneas desde el momento en que su finalidad se presta al uso y disfrute del público. Incluso cuando algunos de los artilugios o planteamientos (los que no necesitan de la tecnología para ser accionados) podrían enclavarse en otras épocas y de hecho algunos provienen del pasado, la actitud abiertamente participativa y aparentemente democrática -no restrictiva con nadie mientras se entre en el espacio adonde se muestran- los traslada al momento presente. Las convierte en vehículo de afianzamiento, de consolidación, de la mayor preocupación actual: la individualidad. El público completa el círculo con su presencia; los artistas ven cumplido, de esta forma, su plan estratégico: utilizan a los espectadores para su propio fin estético.

Nada que reprochar sin embargo, pues los partícipes espectadores –tanto si deciden tomar los mandos y completar el puzzle de las intervenciones, tanto si su sola presencia hace activar algún mecanismo- acceden a un universo representado, a un simulacro de mundos posibles donde, sin embargo, todos los finales ya se conocen. Los artistas son, más que nunca, los creadores de una experiencia a escala de la real. Es conveniente saber que estamos en sus manos.