La cultura del miedo, el miedo a la cultura

Texto publicado en Revista mono #6 El miedo y otras catástrofes, abril de 2005

Es bien sabida la umbilical dependencia de la producción cultural para con los presupuestos públicos, su necesaria y continua alimentación -al menos y para delimitar el análisis- en toda la extensión del Estado español. De esta dependencia, tan susceptible de ser criticada como asimismo provocadora de no pocos logros, surgen tensiones y actitudes autoritarias y/o sumisas dependiendo del lado en que se opere. La gestión cultural pública suele tender a dirigir sus apoyos y subvencionar la cultura que resulta afín a sus principios y que activa modelos semejantes a los planteados o deseados por ella. No es arriesgado afirmar, por lo tanto, que se van consumando una serie de actos sutilmente abusivos que no sólo potencian que los productores culturales externos se arrimen por necesidad a una forma de hacer ideológicamente pespuntada, sino que dejan también cada vez más empobrecidos (y no sólo económicamente) a quienes ofrecen diferentes visiones de una realidad sin duda ecléctica y caleidoscópica. O dicho de otro modo, la gestión de los presupuestos públicos no se realiza con una voluntad esencialmente pública (en el sentido de dar cabida y visibilidad proporcional tanto a lo mayoritario como a lo diverso) sino que ha devenido continuadora de modelos creados por quienes ostentan el cargo de poder del momento, importando poco o muy poco el resto de opciones. Dándoles oportunidades sólo en la justa medida en que se sobrentiende que dentro de una sociedad democrática la industria cultural debe ofrecer diferentes y contrapuestos ejemplos de discusión y análisis.

Ante esta situación, los productores culturales (entendiendo por ello a artistas, comisarios de exposiciones, críticos y teóricos, y siempre centrando el análisis en lo relativo a las artes plásticas) se hallan en una situación ambigua. Por un lado, sería lógico esperar de ellos una cierta independencia partidista, una actitud de compromiso ante su trabajo para, por lo tanto y en coherencia con los dos puntos anteriores, acabar mostrando sus productos culturales de forma óptima. Por otro lado, para cumplir con estos requisitos es necesario no dar por imprescindible la usura institucional, ni acostumbrarse a su constante ninguneo ni habitar, en definitiva, entre las paredes de la precariedad permanente. Son necesarios medios técnicos y económicos para completar determinadas expectativas. Conviene apuntar, sin riesgo a equivocarse, que de entre los colectivos arriba mencionados es el de artistas el más menospreciado desde un punto de vista práctico. Y ello porque con mucha mayor asiduidad que al resto, a los artistas se les suele querer pagar con la única moneda de la participación en determinada exposición o evento, como si tal exposición o evento pudiera, asimismo, existir sin su presencia.

La solución tampoco estriba en esperar que las Instituciones se amolden a las necesidades de cada uno-a si no que, muy al contrario, lo que se impone es una demanda continua para que se gestionen de manera adecuada los recursos públicos, sin desfallecer ni contentarse con las migajas (o incluso los manjares) destinados a acallar las voces críticas y los discursos incómodos para quienes ostentan el poder en determinado momento. Al igual que debe exigirse, por otro lado, la máxima calidad de aquello gestionado y expuesto. Llegar a un punto de normalización de discusiones y diálogos enfocados a acercar posiciones entre las diferentes posturas de gestores y productores culturales sería no sólo beneficioso para las partes, si no que sobre todo aclararía muchos puntos oscuros al espectador y la ciudadanía y, por supuesto, sería realmente beneficioso para la cultura misma.

La cultura del miedo se entiende aquí, básicamente, como el resultado de un abuso de poder continuado (suministrado en dosis más o menos pequeñas) que existe y se perpetúa debido al mantenimiento de una situación de clara precariedad creada o sustentada por los propios gestores. Estos abusos raramente adquieren, en las sociedades desarrolladas, claros tintes de obviedad, si bien es cierto que tras el 11S de 2001 determinadas decisiones políticas hasta entonces impensables en estados de derecho han adquirido carácter de normalidad y a las que, por supuesto, la cultura no ha resultado ajena. El funcionamiento de estas acciones generalmente se basa en el asincronismo entre quienes aceptan cargos públicos (especialmente en materias que les son ajenas o novedosas) y sus decisiones políticas. No se descubre nada nuevo afirmando que la cultura ha sido, tradicionalmente, una materia sobre-valorada cuando actúa como propaganda, e infra-valorada cuando lo hace desde la crítica. Por esto mismo resulta maleable y fácil de instrumentalizar.

El resultado de estas acciones, muchas veces impunes, generan y consolidan una actitud cortesana entre quienes conviven en los variados ámbitos de la cultura, cuando no temerosa a quedarse fuera (o sentirse excluido) del reparto de lo público. Dicho reparto es necesario debido a que la situación (y aquí entramos en un bucle sin principio claro ni fin a la vista) se asienta en una clara precariedad de las libertades y se aúpa en el hecho de que muchas de estas acciones culturales son per se -o han devenido- minoritarias.

Las tácticas empleadas por el poder para consumar estas acciones comprende desde las más evidentes pruebas de censura institucional (en forma de negativa a proyectos o exposiciones, cierre de espacios físicos o virtuales, cesión de cargos sin previo aviso y sin otros motivos que la decisión política, etc.) hasta los ejemplos más sofisticados de asunción pública del contrincante, asumiendo el poder incluso la autoría de las voces críticas surgidas desde organismos o colectivos independientes, realizadas a sus propias políticas o gestiones culturales.

Como segunda tesis, íntimamente ligada a esta primera, planteamos que la cultura del miedo promovida por el poder surge por el miedo real a la verdadera cultura. Este aparente juego de palabras tiene una muy clara exposición. Si entendemos la cultura como registro de formas de hacer propias, intransferibles, pero al mismo tiempo de carácter universal; si consideramos que es una acción continuada de maneras de pensar que buscan en la semejanza con el productor/a que la practica la posible diversidad de quien la consume; si la creemos herramienta eficaz e inseparable de la creación y a ésta como sentido (casi ineludible) de nuestra presencia en el mundo; si, en definitiva, hace visible formas no homogéneas de pensar y comportarse porque encuentra su hábitat idóneo en la variedad, podremos hacernos una idea de porqué no es aconsejable para quien persigue el mantenimiento de las jerarquías socioculturales y su modelo hegemónico, este tipo de acciones. No lo es, incluso, ni para aquellos creadores que se asustan de sus propios encuentros y deciden recular en su osadía para no sentirse indefensos, mermada su auto-confianza, ante la maquinaria incesante de lo establecido.

Así pues, resolvemos que en las sociedades actuales y en sus modelos de gestión públicos y culturales nadie queda exento de culpa. De ahí que este concepto ancestral y grávido se haya metamorfoseado tantas veces en tan variadas formas, hasta su configuración actual –se diría que única y tal vez por ello novedosa- de haber sido final y completamente extirpado. Cualquier decisión, tomada bien en el ámbito de lo público bien en lo concerniente a lo privado, quedará por siempre justificada por la propia y bien vista decisión individual. Aunque en ésta quede implícito, paradójicamente, el miedo real a la verdadera crítica cultural y a sus consecuencias.